Yo no soy comunista, estoy diciendo la verdad.
Fidel Castro, 15 de enero de 1959
Ahora que Cuba está à la mode —con los Rolling Stones por dar un concierto, la octava entrega de Fast and Furious por empezar su rodaje, Chanel por presentar su colección Crucero, los Tampa Bay Rays por jugar al béisbol, y Sting, Bruce Springsteen y los Guns N’Roses planeando visitas—; ahora que los hermanos Castro están siendo mimados —por pontífices, políticos, diplomáticos, empresarios, periodistas, intelectuales—; ahora que el impulso de la ola ya es inevitable y el régimen totalitario más longevo del hemisferio occidental será validado a escala global. Ahora, entonces, será un momento adecuado para recordar qué crimen indecible estamos perdonando. Si el mundo quiere perdonar, porque business is business y Barack Obama quiere creer, porque esa es la característica central de su política exterior, que así sea. Pero antes, recordemos.
Recordemos que dos años antes de que los rebeldes comunistas entraran a La Habana, en 1957, Fidel Castro había dicho al New York Times: “El poder no me interesa. Después de la victoria quiero regresar a mi pueblo y continuar con mi carrera de abogado”. Y que en enero de 1959, proclamó: “Las ideas se defienden con razones. No con las armas. Soy un amante de la democracia”. Y que al día siguiente prometió: “El día que el pueblo nos ponga mala cara, nada más nos ponga mala cara, nos vamos…”.
Recordemos que la revolución velozmente traicionó una a una sus proclamas democráticas y adoptó una actitud vengativa contra los funcionarios y los simpatizantes del tirano derrocado Fulgencio Batista, al fusilar a cientos de ellos en pocos meses. Recordemos el grito del comandante pro Batista, Jesús Sosa Blanco, quien antes de ser ejecutado en un “juicio popular” en el Palacio de los Deportes, donde una multitud de 18 mil personas votó con sus pulgares hacia el suelo la condena del acusado, protestó alarmado: “¡Esto es digno de la Roma antigua!”.
Recordemos cuán pronto Fidel Castro cambió de idea respecto de los procesos electorales que había prometido convocar dentro de los dieciocho meses —“¡Elecciones! ¿Para qué?”, fustigó durante un discurso en la capital cubana— y qué tan rápido prohibió el derecho a huelga de los trabajadores —“El sindicato no es un órgano reivindicativo”, indicó un partidario suyo. Recordemos que, por ley, se reprimió el ausentismo laboral y se promulgó otra ley, denominada orwellianamente “peligrosidad predelictiva”, según la cual un ciudadano podía ser arrestado si las autoridades consideraban que representaba una amenaza potencial. Minority Report fuera de la pantalla.
Recordemos cómo, escandalizados por el derrotero que estaba tomando la revolución, varios miembros del Gobierno renunciaron velozmente: el Presidente, el ministro de Asuntos Sociales, el ministro de Economía, los ministros de Comunicaciones y de Obras Públicas, y que cerca de cincuenta mil personas de clase media que habían apoyado la revolución partieron al exilio.
Recordemos que se cerraron todos los colegios religiosos y sus edificios fueron confiscados, incluido el colegio jesuita de Belén, donde Fidel había estudiado, y que aun cuando algunos sacerdotes habían seguido a los guerrilleros en su ofensiva contra Batista y el propio Castro, tras su arresto, había salvado su pellejo gracias a la intervención del arzobispo de Santiago de Cuba, el revolucionario barbado anunció: “Los curas falangistas ya pueden empezar a hacer las maletas”. Al poco tiempo, 131 sacerdotes fueron expulsados de la isla.
Recordemos a Ernesto Padilla, famoso escritor revolucionario, que fue obligado a hacer una autocrítica antes de poder salir de Cuba, y a los homosexuales, que fueron marginados de la vida social, sancionados en público, forzados a reconocer sus “desviaciones” y eventualmente recluidos en “campos de reeducación”. Recordemos a los héroes de la victoria revolucionaria, que, por hacer sombra a Castro, fueron purgados, como el aviador Huberto Matos, condenado a veinte años de prisión. Y recordemos a Pedro Luis Boitel, estudiante de ingeniería anticastrista, que tuvo la osadía de candidatearse a la Presidencia de la Federación Estudiantil Universitaria, con lo que logró que Fidel lo hiciera encarcelar en una prisión infame en la que este joven demócrata inició una huelga de hambre. El régimen lo privó de atención médica, murió a los 53 días de inanición y las autoridades negaron a la madre ver el cuerpo.
Recordemos —antes de que Barack Obama, Karl Lagerfeld, Vin Diesel y Keith Richards aterricen en la isla y todo sea fuegos artificiales— que para finales de la década de 1960 se estimaba que cerca de diez mil opositores habían sido fusilados y treinta mil encarcelados. Que quienes no quisieron tomar las armas se lanzaron a los botes en un intento desesperado de respirar un poco de libertad. Que en las tres décadas que siguieron a la revolución, cien mil cubanos trataron de escapar de la isla por el mar, usualmente en balsas precarias, superpobladas, expuestas a tiburones en el agua y a helicópteros del ejército en el aire, desde los que les arrojaban pesados sacos de arena. Recordemos que entre los fugados —como anotó el periodista Pascal Fontaine— hubo blancos, mulatos y negros, muchos de las clases más bajas de la sociedad, lo que fue un símbolo del fracaso de la revolución comunista y un signo de desaprobación popular extraordinario.
Así es que cantemos en Cuba con los Rolling Stones, admiremos los diseños de Chanel en el desfile en el Paseo del Prado, gocemos con los Tampa Bay Rays y aplaudamos al presidente Obama cuando dé su histórico discurso en La Habana. Pero antes, recordemos.