Por: Julio Bárbaro
No es cierto que el poder corrompa; el poder delata, desnuda. Es el atributo que vuelve trasparente al que lo toca. Y eso viene con un agregado: a su servicio se adapta la gran mayoría de sus fieles seguidores y, tratando de lograr beneficios de la coyuntura, profesan el más brutal oportunismo. En una sociedad con instituciones y convicciones pasajeras los gobiernos se sienten eternos, nacen soñando reelecciones. Y los círculos rojos o los otros, inventan herederos para tocar con la vara del futuro al más mentado mediocre de turno. Omnipotencias coyunturales que terminan en atroces soledades signadas por los fármacos antidepresivos. Si la gloria del mundo es pasajera, la que genera nuestra política sin ideas ni coherencias, sin dignidades ni proyectos, solo es permanente en lo que se puedan llevar para sus cuentas ocultas. Cuando dicen robar para sostener la política, están asumiendo que usan la política solo para poder robar.
La política solo es posible cuando surge una clase dirigente, un grupo de personas dispuestas a trascender la coyuntura, a imponer el destino colectivo por sobre sus intereses individuales. Eso implica asumir que la suma de ambiciones individuales no se convierte en un rumbo colectivo, que solo el Estado puede armonizar las ambiciones con las necesidades. Y eso va mucho más allá que el autoritarismo de las burocracias y el liberalismo de los gerentes. Eso está en el espacio de la política, ese arte del que tanto hablamos y tan poco talento le dedicamos.
Estamos refundando la democracia. Pasar de una cadena oficial sin otro sentido que imponer el autoritarismo a una sociedad donde el debate de ideas nos ha sido devuelto como un símbolo de la libertad, es un avance que todavía no terminamos de valorar. Pasar de la triste dialéctica entre una Presidenta autoritaria en cadena oficial y una tropa de aplaudidores con pasión deportiva a tantos opinando distinto para construir un rumbo común, es mucho más de lo que la mayoría de nosotros soñaba con recuperar. Los votos fueron pocos para definir un cambio que terminó siendo tan profundo que aterra el solo imaginar cómo estaríamos viviendo si hubiera ganado el oficialismo.
Discutí con demasiados mi tesis de que el kirchnerismo era tan solo una enfermedad pasajera del poder no mucho más decadente que el mismo menemismo. Lo malo es que mientras Menem convocaba a la frivolidad, los Kirchner vertebraban corrupción con resentimiento, un atroz capitalismo de amigos acompañado por los restos de viejos revolucionarios dispuestos a abandonar los principios a cambio de las caricias del poder. Y hasta algunos jóvenes imaginaron encontrar en esos desvaríos una noble causa para encausar sus pasiones. Y ahora, en su patético desarme, aparecen los que cuentan los dineros y dirigen los negocios frente a la ausencia de los que pretendían ser portadores y custodios de las ideas.
El kirchnerismo vive la metáfora de un naufragio donde alguien gritó “a los botes” y otro agregó “los oportunistas con cargo y territorio deben subir primero”. Y aquellos que tenían pretensiones de permanencia, al perder el poder por poco, sintieron de pronto que su pretendida identidad los abandonaba para siempre. Y hasta lo patético de tantos diputados y senadores elegidos para votar sin pensar, gente de deslumbrante mediocridad, hasta algunos de ellos terminaron leyendo discursos y repitiendo muletillas que solo servían para dejar en claro que no estaban a la altura del lugar que ocupaban.
La dignidad no es un alimento de consumo masivo entre los ambiciosos, pero sin duda debería llevar fecha de vencimiento. Tomar distancia del kirchnerismo solo después de la derrota muestra en sus cultores una mezcla de velocidad de piernas con carencia de principios. Margarita Stolbitzer tuvo un lugar muy importante en todo este debate. Por suerte no fue la única, pero marcó que para apoyar la cordura no había que ser de derecha, que el verdadero progresismo no puede ignorar la realidad. Y se fueron aislando y desarmando esas mezclas absurdas de oportunistas de siempre con pretendidas izquierdas que apuestan a la vieja y suicida tesis de “agudizar la contradicción”.
Es cierto que Macri es la centroderecha, tanto como que es falso y grotesco imaginar que Cristina y Scioli tenían algo que ver con la centroizquierda. Primero estamos recuperando la democracia, el dialogo y la sensatez; luego estaremos en tiempo de debatir los rumbos ideológicos, esos que no tienen el más mínimo lugar en los paisajes del autoritarismo. Tantos años leyendo a Marx, a Mao y a Perón para terminar aplaudiendo a Cristina, hablan más de una rendición incondicional al oportunismo que del encuentro de una causa noble y digna de ser asumida.
Hay una izquierda justiciera que ocupa el lugar de los sueños y es imprescindible para gestar una sociedad más justa, y un conjunto de resentidos que imaginan que solo por tener un odio uno es propietario de una idea. El peronismo, si sigue teniendo vigencia, lo es solo en aquella propuesta que genera el respeto del que no coincide y opina diferente. El viejo General nos aconsejaba “no ser ni sectarios ni excluyentes”; sé que incito al enojo de muchos si lo interpreto a mi manera, el viejo General también en esto se adelantó a la historia y supo aconsejarnos para que no nos termináramos volviendo kirchneristas. Por no escucharlo nos reencontramos con el error. Sepamos ahora pedir perdón.