Por: Julio Burdman
El 13-S y el 8-N se contaron entre los fenómenos políticos más relevantes del 2012. Fueron protestas masivas -sobre todo la segunda- convocadas a través de las redes sociales por un grupo poco conocido de militantes de partidos y ONG liberales, y dirigidas contra el gobierno nacional. Pero aunque los reclamos apuntaban al gobierno, dejaban en off-side a la oposición, ya que la razón de ser de las protestas era que los que convocaban “no se sentían representados” por los partidos del sistema. De hecho, el 8-N algunos diputados de la oposición se hicieron presentes en la Plaza de Mayo, pero recibieron abucheos de parte de asistentes a la marcha.
Las consignas del 8-N fueron heterogéneas, pero estuvieron hilvanadas por un lenguaje liberal: el adversario era “el Estado kirchnerista” corporizado en la ley de medios, el cepo al dólar, los subsidios a la pobreza y la comunicación presidencial. De hecho, las consignas difundidas por el network convocante hablaban de la “defensa de nuestras libertades“.
El 18-A, tan masivo como el 8-N, se presenta como una continuación. Pero en esta oportunidad, el acto fue más político y partidario. En principio, porque los principales dirigentes de la oposición participaron de la marcha, y convocaron a las calles. Y porque, gracias a la presencia de los políticos, los mensajes tuvieron más homogeneidad: contra las reformas judiciales y a favor de las denuncias de corrupción presentadas por Jorge Lanata en su programa dominical. Otro fenómeno menos visible contribuyó a darle coherencia a la formalización de la protesta, y es que muchos de los organizadores, casi anónimos, de los cacerolazos previos, en estos meses de calor que transcurrieron desde noviembre se incorporaron a los partidos políticos.
Sin embargo, el 18-A no terminó de convertirse en una marcha de la oposición. Los dirigentes de los principales núcleos antigobierno -el PRO, el peronismo disidente, la UCR y el FAP- se hicieron presentes, es cierto, pero sin sus banderas y con timidez, montados a una agenda que no terminaba de pertenecerles. La jornada quedó a mitad de camino entre el cacerolazo antipolítica y el acto opositor.
Curiosamente, en las contradicciones del 18-A reside su éxito. Antipolítica y oposición partidista son, de acuerdo a los libros clásicos, como el agua y el aceite. Sin embargo, la coexistencia de ambos discursos permite ampliar la convocatoria. Por un lado, el conjunto de los partidos opositores tienen un bajo nivel de movilización, que empeora si se reúnen por separado. Por el otro, muchos de los asistentes a las protestas se identifican con un sujeto colectivo de votantes “opositores”, que hoy se encuentra contenido por el mensaje de los medios de comunicación antikirchneristas, y no se sentirían atraídos por un fenómeno genuinamente antipolítico. Hay, entre todos estos discursos -las consignas liberales, la antipolítica y la oposición- evidentes vasos comunicantes que facilitan la masividad.
Masividad que, dicho sea de paso, da cuenta de algo que ya sabemos: que todos los que no votan ni votarán al gobierno están enojados y son muchos. Sean 46% o más, esto hace años que dejó de ser novedad. Por eso, para el desarrollo electoral de la oposición, el éxito del 18-A sigue siendo antes una debilidad que una oportunidad. Porque deja todo como está. Al PRO, el FAP, la UCR y el peronismo disidente no les falta de potencial electoral. El problema es que son cuatro o cinco, que no pueden aliarse entre sí ni podrán hacerlo, y que están todos más o menos al mismo nivel. La solución no es el consenso, sino la competencia. Alguno de los opositores tiene que sobresalir. Atrapados en el 18-A, entre el cacerolazo antipolítica y la marcha opositora, en la ilusión de un frente nacional opositor imposible de lograr, los antikirchneristas quedan sin agenda propia y sin medirse entre sí.