La semana pasada fuimos testigos de dos hechos lamentables que, aunque independientes uno del otro, desnudan los males que azotan al fútbol: la negligencia y la corrupción.
El primer caso es el de Emanuel Ortega, joven de 21 años que falleció luego de dos semanas de agonía, a causa de una doble fractura de cráneo producida al golpear su cabeza contra el paredón perimetral de la cancha de San Martín de Burzaco. Esta accidental muerte podría haber sido evitada si se hubiese cumplido el reglamento de la FIFA de Seguridad de los Estadios. Dicho reglamento, en su capítulo 32, artículo 2.o, establece que el uso de barreras físicas que separen el terreno de juego de la zona en donde se hallan los espectadores no deberá representar un riesgo o un peligro para el público o los jugadores. Además de esta reglamentación internacional, localmente disponemos del artículo 17.o del decreto nacional 1466/97 que ordena que los estadios de fútbol reemplacen los cercos perimetrales actualmente existentes por estructuras alternativas para mejorar las condiciones de seguridad. Para aquellos casos en que no se ofrezca seguridad para la vida o la integridad física del público o para el desarrollo normal del espectáculo, el artículo 22.o del mismo decreto faculta al Ministerio de Seguridad de la Nación a clausurar temporaria o definitivamente los estadios.
¿Entonces, cómo logran los clubes de fútbol que los estadios que no cumplen las normas sigan habilitados? ¿Por qué no se llevan a cabo las clausuras? ¿Por qué no se realizan las obras que, en el caso de Emanuel Ortega, hubiesen evitado su temprana muerte?
Podrán algunos argüir que las obras necesarias para brindar seguridad al jugador demandan enormes cantidades de dinero. Dinero que los clubes no tienen y que el Estado Nacional destinaría a atender otros problemas. Sin embargo, todos sabemos que el fútbol es un negocio millonario que, en el caso de Argentina, cuenta además con el apoyo económico directo por parte del Estado nacional a través del programa Fútbol para Todos. Como se puede ver, fuentes de financiación no faltan, es más, arriesgaría a decir que sobran. Lo que escasea es el manejo transparente y honesto del dinero, que se ve reemplazado por una connivencia interminable entre los dirigentes de las entidades y la política. Connivencia que se acaba de cobrar una joven vida.
Y ya que estamos hablando de la vinculación entre los clubes y la política, no podemos dejar de traer a colación el otro incidente lamentable que azotó al deporte argentino recientemente: el papelón, de magnitud planetaria, ocurrido durante el superclásico disputado entre Boca Juniors y River Plate y que arruinó una fiesta que pudo haber sido histórica. Este triste episodio mostró el lado más oscuro del mundillo del fútbol. En una misma noche -y lo digo como espectador, ya que yo era uno más entre los miles de presentes venidos de todos los rincones del país- se registró un sinnúmero de irregularidades de variada índole, todas ellas en pos de alimentar la inseguridad de la que los argentinos ya tenemos sobredosis. Así fue que se vio la prohibida pirotecnia en las tribunas de la Bombonera; el mundo pudo apreciar cómo un dron sobrevolaba el campo de juego para mofarse de los jugadores visitantes. Está probado el ingreso y el uso dentro del estadio de agentes agresivos como el gas pimienta. Fue flagrante la ausencia del personal policial en la zona donde los violentos destruían la manga para agredir al plantel visitante. Se palpó la pusilanimidad de las autoridades del encuentro y del torneo para tomar las decisiones del caso ante el ataque sufrido por los jugadores de River Plate. Asistimos a la falta de solidaridad del equipo local con sus colegas contrincantes; tuvimos que oír las loas del Secretario de Seguridad respecto del operativo de control montado por la fuerza que él maneja para que a la hora de comenzado el partido quedaran al descubierto todas las anomalías arriba descritas. Lo curioso es que todo esto ha ocurrido en un año de elecciones nacionales, lo que sería anecdótico si no fuera por los estrechos vínculos existentes entre los dirigentes y las barras bravas de los clubes de fútbol y diversos referentes de la política vernácula.
Llegados a este punto de quiebre moral deportivo, que no es otra cosa que el reflejo del quiebre que se percibe en toda nuestra sociedad, es evidente que lo que hace falta es la decisión política de acabar con la corrupción dentro del mundo deportivo en general y futbolístico en particular. Una corrupción que causa muertes tanto por negligente desidia con la integridad de los jugadores como por la complicidad con los violentos de siempre.