Por: Luciana Díaz Frers
En una dimensión distinta a la de la polarización, son innegables los logros construidos en la última década. La producción económica disfrutó tasas de crecimiento que en varios años rondaron el 9%, sostenido ladrillo a ladrillo, en gran medida por el sector de la construcción. El desempleo, que promediaba el 15% en los 90 y superó el 20% en lo peor de la crisis 2001-2002, se instaló por debajo del 10% desde fines de 2006.
La evidencia sobre la mejora en la distribución del ingreso es abrumadora. El 10% más rico de la población ganaba 17 veces lo que ganaba el 10% más pobre en 2003. Ese múltiplo bajó a menos de 7 en 2012. Esto se logró en gran medida porque se avanzó en la construcción de un piso de protección social. Los dos grandes cimientos fueron la Asignación Universal por Hijo y el avance de la cobertura del sistema previsional, que pasó a brindar jubilaciones y pensiones a más de un 90% de las mujeres mayores de 60 años y hombres mayores de 65 cuando antes apenas cubría al 65% de la población en esta franja etaria.
Contra todos estos logros, contrasta la sensación de que estamos tapando todas las rajaduras del modelo con las manos para evitar caer en una clásica crisis recurrente de balanza de pagos. De esas que parecían haber quedado reservadas para el siglo pasado, condenados por nuestra especialización natural en productos primarios cuyos precios relativos caían en comparación con los más prometedores productos industriales. Y estamos frente a esta crisis a pesar de precios sumamente favorables para nuestras exportaciones.
Más sorprendente aún, parece que estamos ante las puertas de una crisis fiscal -que empezó antes en algunas provincias- a pesar de que nunca se recaudó tanto. Ya no se puede culpar a los intereses de la deuda, que ahora no se llevan la porción del gasto que se llevaban en las décadas anteriores. Tampoco se puede responsabilizar a las provincias, ya que desde 2002 en adelante hubo una recentralización de los recursos en favor del gobierno nacional. Los resultados negativos están también a la vista: la inflación, la caída de la inversión, la fragilidad del crecimiento, la desconfianza en la moneda local y la rápida desaparición de los amortiguadores ante la crisis, como eran el superávit comercial y fiscal. Estrechamente vinculado a estos dos pilares, surge también el déficit energético. Las reservas no paran de gotear desde 2011. Los dólares se escurren por las hendiduras y ya no hay muchas más trabas disponibles para retenerlos por las malas. Son tendencias que el Gobierno intenta frenar con acciones que los más benévolos califican de heterodoxas y los más críticos de desesperadas e ineficaces.
¿Cómo llegamos a esta acumulación de desequilibrios? Algunos pueden culpar al mundo, la crisis de las hipotecas en Estados Unidos, la desaceleración europea y la caída de Grecia. Otros apuntan a grupos de interés locales. Pero estas explicaciones minimizan la importancia de las políticas públicas. Si se puede evaluar positivamente el impacto de las decisiones del Gobierno en el empleo, la distribución del ingreso y la protección social, no se puede desconocer su impacto en el (des)equilibrio macroeconómico.
La negación de la inflación fue el primer paso hacia la construcción de un relato que ya no encuentra cómo sostenerse. Por más que haya inflaciones diferentes según distintos niveles de ingreso, la economía se está indexando al ritmo de la expansión de la base monetaria, que alimenta la ilusión de que el gasto público todo lo puede, incluida la posibilidad de pagar la factura energética. Se desconoce así la restricción presupuestaria. Ante esa pared, el sector público comenzó a endeudarse, en gran medida con otras áreas del sector público que ostentan restricciones más generosas, como parece ser la ANSES y los ahorros antes administrados por las AFJP. O con el Banco Central, que parecía que nadaba en reservas. Pero es necesario avanzar con la cautela que ameritan los fondos destinados a garantizar el rubro más grande del gasto público nacional que es el sistema de seguridad social; o las reservas, sustento del valor del peso argentino.
Negar los problemas de base, los fundamentos, impide corregir a tiempo los desequilibrios. Por más que nos encante la heterodoxia, hay combinaciones de política monetaria, fiscal, cambiaria, comercial y energética que llevan inexorablemente a la caída, y afectan más a quienes menos tienen. Ya sabemos hacia dónde vamos con más de lo mismo. Necesitamos un shock de confianza. Es fundamental aprovechar nuestros grandes experimentos macroeconómicos -que nos sirvieron para destacarnos en las comparaciones internacionales- para no caer nuevamente y hacer tambalear los logros alcanzados.