Cobardes por definición. Pusilánimes de manual.
Atacan en grupo, sólo en grupo, amparándose en el anonimato que brinda la masa informe. Gozan de la impunidad otorgada por algunos, tan cobardes como ellos.
Lloran como niñas que perdieron sus muñecas cuando son atrapados por la Policía o interrogados por la Justicia.
Son repudiados hasta por sus propios jefes, quienes los niegan como Pedro a Cristo en la Pasión, cuando sus tropelías pueden empañar reputaciones o carreras.
Políticos, dirigentes de fútbol y aspirantes a dichas categorías los usan, niegan y desechan. Mientras tanto, los nuevos guapos vernáculos, sabiendo de la endeblez de estas alianzas con los poderosos, venden su alma por las migajas de negocios y negociados.
Son barras bravas en los estadios. Guardaespaldas en las sombras. Rompe huelgas o piquetes, según las circunstancias. Extorsionadores a sueldo. Patoteros por encargue…
Son el último eslabón de un negocio multimillonario: el fútbol.
En realidad, son el penúltimo, ya que el peldaño inferior lo ocupan los cientos de idiotas útiles que reclutan y que obedecen ciegos a sus demenciales órdenes, llenas de odio y destrucción.
Saben eludir sus responsabilidades criminales, enviando a sus “soldados” a las primeras y segundas líneas de sus ataques. Estos pobres infelices, muchas veces, ni siquiera saben contra quién o contra qué pelean. Aún así, siguen idolatrando a sus “jefes” y soñando, algún día, ocupar sus lugares.
Cuando los años traen sus achaques, se retiran de la “actividad” convertidos en “empresarios”…
Mientras tanto, siembran muerte y dolor, frente a un Estado impotente e improvisado. Un Estado que cabalga entre la necesidad de mantener vivo el negocio billonario del fútbol y la necesidad de dar una respuesta medianamente racional a la irracionalidad en su más pura especie. Un Estado que convierte a sus Policías y a sus Fuerzas de Seguridad en vigiladores armados de psicópatas, utilizando recursos humanos y materiales, logística y operatividad, para que un partido de fútbol llegue a los noventa minutos de juego y que ocurran la menor cantidad de muertes posibles…
Lejos, muy lejos quedó el mónologo final de Enrique Santos Discépolo en “El hincha”:
“¿Y para qué trabaja uno si no es para ir los domingos y romperse los pulmones a las tribunas hinchando por un ideal? ¿O es que eso no vale nada?”…”¿Que sería del fútbol sin el hincha?…El hincha es todo en la vida…”