La investigación por la muerte violenta del Fiscal Alberto Nisman ha ingresado en una bóveda de olores nauseabundos.
Las conclusiones periciales -contradictorias- de la Fiscalía y de la querella han cedido su espacio a la difusión de fotos de modelos, de bares elegantes y de destinos turísticos exóticos.
Las opiniones y explicaciones autorizadas de los magistrados y auxiliares de la Justicia encargados de la pesquisa han sido reemplazadas por las abominables frases del jefe de Gabinete de Ministros, el doctor Aníbal Fernandez, quien no escatimó esfuerzos para mancillar la memoria del fiscal muerto, esperanzado -tal vez- en demostrar que los eventuales pecados de Alberto Nisman borrarán de un plumazo las graves imputaciones que otros dos fiscales de la Nación han mantenido procesalmente vivas.
Solamente en un país como el nuestro la muerte violenta de un fiscal, ocurrida a pocas horas de haber denunciado a la Presidente de la Nación, al Ministro de Relaciones Exteriores y a otros altos funcionarios, puede quedar opacada -y hasta silenciada- por la divulgación pública de fotografías de la vida privada del magistrado.
Imaginemos la muerte violenta de un interno en una cárcel o de un detenido en una comisaría. El fiscal a cargo de la investigación, en lugar de brindarle prioridad absoluta a su actividad perquisitiva, ya que se trata de un delito cometido en una dependencia estatal, respecto de una persona que se encontraba al cuidado del Estado y que existen sospechas de autoría y responsabilidad de agentes públicos, se dedica a defenestrar el pasado criminal del reo muerto, mostrando fotos y recortes periodísticos de sus fechorías y argumentando que si murió violentamente en la cárcel o en la dependencia policial, “por algo será”
¿Que sucedería con ese fiscal?
Seguramente dejaría de serlo antes del próximo amanecer.
La hipótesis ficticia antes ensayada se alinea perfectamente con la realidad tangible de la investigación de la muerte del fiscal Nisman.
Mientras su ex esposa, la jueza federal querellante, se pelea con la fiscal de instrucción; mientras unos peritos dicen A y otros dicen Z; mientras el único imputado hace uso de su derecho de defensa, llevando la discusión a cuentas bancarias en EEUU; mientras el Jefe de Gabinete ataca a un muerto y ofende su memoria, la angustia por no saber qué pasó realmente en el complejo Le Parc aquella fatídica noche de enero agiganta la angustia de los argentinos de bien.
La muerte, por sí misma, no santifica a nadie. Es verdad.
Pero también es verdad que, la muerte, aunque todopoderosa frente a la fragilidad humana, no puede vencer a la verdad.
La verdad trasciende a la muerte.
La historia de la Humanidad puede dar fe de ello.