La muerte de Hugo Chávez nos pone a frente a frente con uno de los más fascinantes, e incomprendidos, fenómenos de la política: el carisma.
El carisma es un término de origen religioso: para el cristianismo, el carisma es una gracia o don concedido por dios mediante el cual algunos seres humanos pueden realizar tareas extraordinarias en bien de la comunidad. A principios del siglo veinte, Max Weber utilizó este término para nombrar la autoridad política que emana pura y exclusivamente de las características personales de un político o política. A menudo se habla de los tres tipos de autoridad política de Weber (tradicional, racional-legal y carismática) como equivalentes; sin embargo, la autoridad carismática es radicalmente diferente de las primeras dos. La autoridad carismática es autocreada, no depende de una entidad exterior como la ley o la tradición, y es puramente personal, por lo tanto, intransferible. Es intransferible porque el carisma es mucho menos una posesión del líder que un don libremente otorgado por sus seguidores; bien visto, el líder carismático no posee ningún otro poder que el poder de solicitar y obtener la lealtad de sus seguidores, y el carisma sólo dura lo que dura esta donación de autoridad.
El pensamiento político moderno, ya sea en sus vertientes liberal o conservadora, ha rechazado en general el rol de la autoridad carismática en la política. Para unos es una intromisión de una irracionalidad emocional premoderna que altera la legalidad y legibilidad necesaria de los procedimientos; para otros el carisma, que no se hereda dinásticamente, amenaza la inalterabiliadad de las jerarquías tradicionales. Ambas visiones de la política desearían eliminar el factor personal, el liderazgo, de la conducción de los asuntos comunes, reemplazada en un caso por los procedimientos formales, y en otro por las maneras heredadas de hacer las cosas.
Pero la visión weberiana del carisma es mucho más compleja. Para Weber, (que, recordemos, definía la política como “liderazgo independiente en acción”), el carisma es, en la modernidad tardía, la principal (o tal vez incluso la única) manera de generar lo nuevo, es decir, de puntuar (aunque más no sea brevemente) la racionalidad burocratizante de la política transformada en administración. Por eso, el carisma no es necesariamente malo, ya que el mismo puede generar movimientos de energía política transformadora. Además, hay una dimensión democrática en el liderazgo carismático, ya que por definición el carisma puede ser de cualquiera, no sólo de un rico, ni de un príncipe, ni de una persona altamente educada. Por supuesto, el problema es que el carisma es (como el genio artístico, noción romántica de la que el carisma es primo de época), de por sí, imprevisible. Nada garantiza a priori que el líder carismático sea virtuoso. Nada garantiza que se guíe por una ética de la responsabilidad. Nada garantiza a priori que el político carismático resulte un Ghandi y no un Berlusconi. El análisis de Weber es descriptivo, no normativo.
Por supuesto, el otro problema de la autoridad carismática es su inestabilidad inherente. En tanto el carisma existe sólo como una capacidad personal del líder, la existencia y legitimidad de su autoridad depende de su presencia física efectiva y de su persuasión (por eso los líderes carismáticos se presentan ante sus seguidores de manera continua, ya sea a través de la presencia en el espacio público o los medios de comunicación.) Pero ese líder es humano, y destinado, por eso mismo, a morir. Para subsistir, el carisma debe ser rutinizado, institucionalizado, transformado en prácticas, en rituales y en símbolos.
La iglesia católica es el mejor ejemplo de la institucionalización del carisma, es decir, de la institucionalización de una autoridad personal originaria en un conjunto de rituales que se presentan como la recreación posible de la experiencia originaria de encuentro con ese carisma (entre ellos, por supuesto, la eucaristía.) Por supuesto, el paso del carisma a la institucionalización del ritual y los símbolos significa el ascenso al poder (y a menudo al conflicto) de una nueva generación, los herederos, y administradores, del carisma.
Hay casos de partidos políticos que fueron capaces de sobrevivir a la muerte del líder carismático original, y muchos que no. El partido peronista argentino es un ejemplo de un partido nacido de un liderazgo fuertemente carismático que logró sobrevivir a la muerte de su líder (o de sus dos líderes.) Por supuesto, el peronismo contó con dieciocho años de proscripción en los cuales hubo de “aprender” a la fuerza a existir con una mayor autonomía de su líder.
Más allá de la opinión que algunos pueden tener sobre el gobierno de Chávez, la fuerza de su carisma era innegable (mal podría un líder no carismático originar las compilaciones de sus escenas de canto que circulan en internet). Cabe la pregunta de hasta qué punto su movimiento estará lo suficientemente institucionalizado para sobrevivir. Es probable que la conducción de Nicolás Maduro quiera aumentar la centralización de las decisiones en un núcleo, sin embargo, cabe preguntarse si, siguiendo el paralelismo con el PJ, no sería momento de aumentar la autonomía de sus bases para que sean ellos mismos los que recreen, a su manera, o a sus miles de maneras, en miles de nuevas caras, símbolos y canciones, el carisma de su líder.