La elección del Cardenal Jorge Bergoglio al papado no puede reducirse a un sólo factor, seguramente. Los cardenales saben que la Iglesia católica mundial está en un punto de inflexión: por una parte, vive una crisis de credibilidad muy profunda con sus fieles, relacionada con el descubrimiento de un patrón de abuso sexual a niños/as por parte de sacerdotes y ocultamiento por parte de obispos y la jerarquía católica. (Por ejemplo, la arquidiócesis de Boston, por mucho tiempo la más poderosa de Estados Unidos, debió declararse en bancarrota dado que feligreses le reclamaban más de 100 millones de dólares en juicios civiles.) Por otra parte, la Iglesia católica hoy se ha transformado de una Iglesia europea en una Iglesia cuya mayoría de fieles se encuentran en Latinoamérica, Asia y África. Es probable que la elección de un cardenal de un país latinoamericano, que proyecta una imagen de humildad y compañerismo, y que proviene de un país en la cual la imagen de la curia no ha sufrido tanto daño como las de Estados Unidos, Irlanda o Alemania, haya sido visto como lo más conveniente para indicar un cambio acorde a nuevos tiempos.
Hay quienes dicen, sin embargo, que el ascenso de este Francisco al trono de Pedro no puede entenderse sin otro factor geopolítico. Después de todo, consideraciones geopolíticas tuvieron que ver con la elección del primer papa no italiano en siglos, Juan Pablo II. Con la elección de Karol Wojtyla, un polaco de conocido compromiso anticomunista, la Iglesia toda se comprometió con la lucha contra el régimen soviético. ¿Significará entonces que ahora la Iglesia ha decidido que el papa Francisco sea el portavoz global de una posición más dura contra los regímenes de izquierda latinoamericanos? Después de todo, el cardenal Bergoglio encabezó la oposición a la Ley de Matrimonio Igualitario en Argentina, y la Iglesia latinoamericana está muy preocupada por el avance continental de iniciativas como ésta o la legalización del aborto. Sin ir más lejos, Mauricio Macri afirmó que “en Argentina puede pasar lo que pasó con Karol Wojtyla”.
Por supuesto, es imposible para una lega saber qué pensaban los cardenales en su secreto cónclave. Pero la realidad latinoamericana hoy dista mucho de ser comparable con las postrimerías del régimen soviético.
Para empezar, todos los gobiernos latinoamericanos actuales tanto de izquierda como de derecha (con la excepción de los de Cuba y Paraguay) han sido electos democráticamente, y en todos los países latinoamericanos están vigentes los diversos mecanismos democráticos con los cuales los ciudadanos podrían, de así desearlo, cambiar un gobierno: elecciones regulares, juicio político, plebiscitos revocatorios, etc. Si algo demostró la velocidad de la caída del comunismo es que este régimen había perdido hace décadas el apoyo popular que alguna vez tuvo, y que sólo se mantenía en pie gracias a un andamiaje desnudo de la coerción. En América Latina, sin embargo, las elecciones son competitivas y la participación política de las mayorías es activa.
Por otra parte, los gobiernos de izquierda latinoamericanos actuales, si bien no gozan de una relación demasiado estrecha con sus respectivas curias, tampoco son abiertamente anticlericales ni mucho menos ateos. Cristina Fernández de Kirchner habla públicamente de su fe en dios y en al virgen María, y ha manifestado repetidamente que ella no apoyaría una ley de legalización del aborto; Hugo Chávez se reivindicaba cristiano y seguidor del ejemplo de Jesús; Rafael Correa también llegó a la política desde la militancia católica de base y (entre otras cosas) manifestó estar en contra del matrimonio igualitario.
En definitiva, los mayores riesgos para el crecimiento de la iglesia católica en la región no parecen provenir de gobiernos decididos a transformar a sus sociedades al laicismo a la fuerza. Si el papa Francisco decide vadear en la disputa política del día a día de su país o del continente, deberá hacerlo ya no como un pescador de hombres, sino como un político hecho y derecho.