Ha muerto Jorge Rafael Videla, primer presidente de facto de la Junta Militar que realizó el último golpe de estado en nuestro país, cruzado anticomunista, católico de misa diaria, preso condenado por genocidio, asesinato, torturas y secuestro de bebés. Murió en prisión, en una cárcel común, con varias condenas en su haber y otras que seguramente iban a venir.
La pregunta que aparece hoy no es quién fue o qué hizo Jorge Rafael Videla, sino cuál será su sentido histórico, el veredicto final que el “ángel de la historia” de Walter Benjamin, citado por Hannah Arendt (que siempre vuela mirando hacia atrás, hacia lo que ya pasó) sacará sobre su figura.
Digo que las preguntas sobre quién fue y qué hizo Videla no son hoy tan relevantes porque las mismas fueron ya contestadas. Fueron contestadas, entre otros, por los organismos de derechos humanos que comenzaron a militar en 1977 y 1978 contra la política de terrorismo de estado del gobierno de facto encabezado por Videla; fueron contestadas por el fiscal Julio Strassera en el alegato final del Juicio a las Juntas; fueron contestas por los considerandos de los tribunales, cada vez que le leyeron las últimas condenas que le fueron impuestas en estos últimos años. Fueron contestadas por él mismo, cuando dijo “no están ni vivos, ni muertos, están desaparecidos“.
Videla fue autor del delito de genocidio, culpable de crímenes contra la humanidad, y uno de los responsables últimos de un plan sistemático para el asesinato, la tortura, la desaparición de personas y el robo de bebés. Eso lo sabemos, porque lo dijo, no una sino varias veces, la justicia de nuestro país.
Lo que importa hoy, en todo caso, es saber qué sentido le daremos nosotros, nuestra comunidad, a esta figura. ¿Será su figura un símbolo de una época que fue infausta pero ya se terminó, un carácter de un libro hay que cerrar para siempre? ¿Será para siempre la línea que demarca un “país de los que quieren a Videla, y uno de los que no lo quieren? ¿Será su recuerdo motivo de amargura al recordar que él, como todos los miembros de su gobierno, se rehúsan hasta el momento mismo de su muerte a entregar la información sobre los hijos de desaparecidos secuestrados?
Tal vez sea todo esto a la vez. (Aunque, a fuer de ser sinceros, “el país de los que quieren a Videla” no parece estar demasiado poblado.) Pero, tal vez, sea algo más. Tal vez su recuerdo sea motivo de orgullo. Porque nosotros, Argentina, toda esta sociedad -los organismos de derechos humanos, pero también un montón de personas que, sin militar nunca, tal vez sin ir a una sola marcha, simplemente cumplieron con el mandato ético de no olvidar- construyó y sostiene el estado de derecho que permitió juzgar y condenar a Videla y eviarlo a la cárcel. Porque esta sociedad no indultó nunca a Videla, ni lo perdonó, ni siquiera cuando le decían que debía hacerlo. Porque esta sociedad nunca quiso, ni permitió, que nadie demandara una retribución de Videla que se excediera de lo que establece la ley. Porque esta sociedad construyó y construye un país que, sin ser perfecto, es mucho mejor del que Videla soñó y quiso construir.
Hannah Arendt le dice a Eichmann en el final de su libro Eichmann en Jerusalén, que su primer y peor crimen fue haber pretendido “negarse a compartir el mundo con los otros”, y que por esto merece su castigo. Videla también quiso (y casi pudo) construir un país que no fuera compartido más que con los que eran como él, y por eso también mereció su castigo. Por eso mismo, porque la mayoría de la sociedad argentina tomó la decisión de que no quería el país al que Videla aspiraba, hoy éste mundo es mayor, más ancho, más poblado, más colorido y más diverso; y esa, después de todo, es nuestra victoria.