Por: María Zaldívar
“Después de Mao, nunca había llegado tan lejos un maoísta”, reflexionaba un colega, cuya ocurrencia nos hizo sonreír aún frente a un panorama desolador: el desembarco de Carlos Zannini en la fórmula de Daniel Scioli ratificaba las especulaciones; Cristina Kirchner, La Cámpora y el kirchnerismo entornarán al imbatible e incombustible gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Justo es reconocer el titánico esfuerzo que hizo el oficialismo duro para torcerle el brazo; intentó por todos los medios construir un candidato alternativo, más digerible a su selectivo estómago. Querían un K puro. Pero también hay que reconocerle al “cristinismo” la habilidad de saber cuándo negociar. Y eso que es una actividad infrecuente para el oficialismo. Sin embargo y sobre el filo, hizo un par de movidas estratégicas con la mirada puesta en el objetivo peronista por antonomasia: conservar el poder.
El kirchnerismo tiene características propias. Es, en su base, peronismo clásico: populista, discrecionalidad, con rasgos autoritarios, y una cierta debilidad por el poder sin límites. Por eso descree de la labor de la justicia que no es “militante”, de los medios que no son adictos y de las personas independientes. Para el peronismo y su desprendimiento, el kirchnerismo, la libertad no es un valor absoluto y, por ende, tampoco los derechos individuales. El peronismo es la reivindicación del Estado corporativo que admiró Perón y cuyo formato copió del mussolinismo. Sobre ese piso, el kirchnerismo absorbió los elementos terroristas de los 70 de primera y segunda generación y en la actualidad se mezclan entre sus filas los Kunkel con los Wado de Pedro. Los extremistas que acogió a lo largo de su historia habían sido, hasta Kicillof, elementos escasos y marginales de la construcción política, por lo general resistidos desde adentro y nunca del todo incorporados. En este estadío peronista, los trotskistas, leninistas, maoístas y marxistas de todo pelaje dejaron atrás la marginalidad de la militancia inicial, dejaron atrás la clandestinidad de la subversión posterior y hoy ocupan el centro de la escena. “Cosas vedere, Sancho, que non credere”.
Buscando en el fondo del placard una mirada optimista a lo que nos pasa, se podría esgrimir que las cosas están a la vista. Inmodificables pero explícitas porque quien haya seguido la política de la última década habrá comprobado la rigidez K y el caso omiso que hizo siempre a sugerencias y/o críticas hasta de los propios que suelen advertir: “A Cristina no se le habla. Se la escucha”. Su rumbo es su rumbo y no es lo más importante; es lo único que importa.
Ahora bien, dado que otro legado K es la división del país en “ellos y nosotros” y según la reciente descripción, con “ellos” no hay nada que hacer, la zozobra es lo que hay enfrente de ese peronismo sin sorpresas en el fondo pero con preocupantes y novedosas señales de radicalización.
Y enfrente de eso emerge una fuerza política con elementos nuevos y viejos, con una apariencia inofensiva y cordial pero cuya receta también es la polarización, una réplica del “ellos o nosotros” menos extrema o, tal vez, menos explícita. Una de las principales banderas del PRO fue el caudal de gente sin militancia que aportaba a la política. Si eso significa que vienen sin mañas, es bueno. Si significa que carecen de experiencia, es malo. Porque la historia está plagada de ejemplos que demuestran las ventajas del entendimiento. Acuerdo no siempre es sinónimo de componenda.
El PRO, liderando una coalición, aparece como la única posibilidad para evitar más kirchnerismo y se resiste a asumir esa responsabilidad. Aislado entre propios, le dice que no a intentar por todos los medios la derrota del oficialismo. Su estratega ecuatoriano los convenció de que es mejor perder solos que ganar con otros pero no se trata de una simple elección. Estamos asomados a un precipicio de autoritarismo que nos alejará definitivamente del mundo y quedaremos a merced del kirchnerismo y su puñado de aliados: Rusia, Irán, China y Venezuela.
El PRO se niega a abandonar su discutible “purismo” y su actitud inflexible a pesar de la inminencia del peligro. Esa intransigencia ¿a qué remite? Cuando Mauricio Macri califica de “presiones” la opinión de quienes sugieren como superadora la opción de alcanzar una coalición opositora amplia ¿insinúa que los sectores que así lo manifiestan no debieran hacerlo? ¿No habría que decirle a los políticos que nos conducen lo que pensamos si disgusta? ¿Habría que solamente escuchar? Eso ¿a qué remite?
Fuerzas encerradas en sí mismas, fuerzas que consideran un agravio las opiniones adversas y fuerzas incapaces de acordar por encima de sus intereses de parte son fuerzas sectarias. Y son fuerzas dañinas para la República.
El desafío argentino está planteado. Habrá que elegir entre un kirchnerismo que “va por todo” y un macrismo empacado en “solos o nada”. Será elegir entre dos sectarismos porque todo indica que uno de ellos va a ganar. Muy posiblemente sea peor la continuidad oficialista, pero es bueno advertir desde ahora que ninguno, en la práctica, está dispuesto a abonar el camino de las instituciones.