Por: María Zaldívar
Las mediciones y los pronósticos parecen indicar que hay dos candidatos cabeza a cabeza y dado que las propuestas no han sido, al menos hasta acá, el eje para marcar diferencias, es un ejercicio intelectual descubrir qué herramienta política va a esgrimir cada uno para diferenciarse en el tramo final de la carrera.
Ya no es el dinero el principal problema de las campañas de los candidatos presidenciales. No al menos en el caso de Daniel Scioli y Mauricio Macri. La amplia disponibilidad sobre los recursos públicos ejercida, como se ha visto a través de sendos aparatos de publicidad en sus respectivos distritos, les facilita la viralización de imágenes y consignas. Fotos, colores, globos, carteles, sombrillas y remeras son la cuota inocente de seducción sobre los eventuales votantes, pero es poco probable que con eso solo determinen la decisión de los que faltan.
Se desconoce la estrategia que encararía el PRO para transitar estos meses claves hasta octubre, pero el Frente para la Victoria, sin duda, construye su fortaleza alrededor del miedo.
Trabaja sin descanso sobre el miedo de los de abajo a perder los planes que reparte en su calidad de Estado con la discrecionalidad que caracteriza a los populismos. Acciona sobre sus rehenes, mientras les dice que solo ellos son garantes de la continuidad de la limosna. Lamentablemente para los sectores postergados tampoco eso es cierto, porque, si bien el sistema de dádivas debería abandonarse por perverso, todos los candidatos prometen más o menos lo mismo y solo alguno que otro explica cómo haría para liberarlos del yugo humillante de dar y quitar al compás de las conveniencias electorales.
Pero también el Frente para la Victoria trabaja sobre los sectores más acomodados de la pirámide, que reciben a manos llenas las ventajas de estar del lado del Estado gordo y, como consecuencia inevitable, corrupto. A pesar de su discurso demagógico y falsamente revolucionario, el oficialismo favoreció muchas industrias con proteccionismos varios. Cada uno de sus capitostes sabe perfectamente cuán aceitado tiene los contactos con el poder y, por si flaqueara su determinación a seguir protegidos al calor estatal, el kirchnerismo les mete miedo. Les recuerda que sus funcionarios controlan a la perfección la maquinaria de tarifas subsidiadas, fronteras poco amigables con el comercio internacional, impuestos demenciales a las importaciones para garantizar el “compre nacional”, la falta de competencia que les asegura demanda, “acuerdos” de precios y toda la batería de herramientas discrecionales.
También tienen miedo los empleados públicos que llegaron de a miles de la mano del camporismo, gente sin preparación académica ni técnica para ocupar espacios en ministerios, empresas y reparticiones varias, embajadas, medios de comunicación adictos y demás eslabones del engrosado engranaje de la burocracia estatal. Miedo de ellos y de sus familias, beneficiarias de sueldos con varios ceros que derraman en propiedades, viajes y estándares de vida inusualmente acomodados.
El kirchnerismo reparte miedo para todos como mecanismo para asegurar un piso de votos interesante procedentes de ambos extremos de la pirámide. Es una forma poco convencional de fidelizar clientes.
Los del medio, a su vez, también tienen miedo, aunque es un miedo distinto.
No por nada el mayor rechazo al régimen actual y el lote más numeroso de indecisos se concentra en los sectores medios. Esos sectores medios son el gran motor del crecimiento en las economías sanas. Porque la capa superior de la sociedad suele mirar las crisis de costado debido a los márgenes de estabilidad que provee la capacidad económica. Esos sectores medios tampoco son el otro extremo, esto es, los desenganchados del sistema a quienes el Estado, tarde o temprano, asiste. Son los que, librados a su suerte en materia económica, sin subsidios ni protecciones especiales, viven de sus ingresos mensuales. Pero, además, son el producto cultural de una lógica que el populismo ha masacrado a pura demagogia. Son los que responden a ese sistema de valores que inculca en el individuo la necesidad de asumir responsabilidades, para quienes es mejor estudiar que no hacerlo, porque capacitarse representaba, en esa forma de encarar la vida, la vía del progreso personal. La clase media no come de la mano del Estado ni pretende hacerlo, pero es la más vulnerable a sus excesos. Sin red, se esfuerza por alcanzar sus objetivos y mantenerlos en el tiempo; y en ambas batallas sabe que está sola, en el mejor de los casos, cuando no arrastra la mochila del Estado glotón que le mordisquea parte de sus logros.
Esa clase media, productiva y tal vez la menos contaminada de la sociedad, tiene miedo al kirchnerismo, porque sabe que, frente a ese poder omnímodo, no cuenta con la capacidad de lobby que tienen los sindicatos, los bancos, las cámaras empresarias, los políticos y hasta los pobres. La clase media no tiene vocero, no la defiende nadie, no tiene representación ni en la mesa de negociaciones ni en los medios de comunicación. Está diseminada. Y sabe que, por productiva, el populismo solo repara en su existencia cuando necesita dinero fresco. La clase media es consciente de que Daniel Scioli es más de lo mismo; que tal vez con menos aullidos que Cristina, también le va a meter la mano en el bolsillo y que el despropósito fiscal de esta década lo va a pagar con su trabajo.
La clase media reconoce la degradación reinante. Padece la inseguridad a diario; no usa, porque es deficiente, pero sostiene la salud pública; paga por un servicio que no le prestan, como paga por una educación estatal que tampoco utiliza.
La clase media le teme al peronismo kirchnerista y vive como una amenaza a su calidad de vida y a sus planes de progreso un eventual triunfo K.
Así como el oficialismo capitaliza con gran destreza el miedo que despierta, la fuerza opositora no parece advertir que, tras tantas décadas de discurso populista donde solo hay espacio para los pobres, es hora de levantar la bandera de la clase media.
La prédica populista ha calado tanto que el PRO no se anima a desmarcarse de ese mandato. Con otra estética que impacta solo en las formas, el macrismo insiste con los conceptos de redistribución, gratuidad y asistencialismo, que no son otra cosa que recetas de administración de la pobreza. Trabaja para repartir materiales de construcción en las cada vez más populosas villas de la ciudad a las que, en lugar de erradicar, tiene en mente “urbanizar”, como si fuese posible hacer habitable lo que es indigno de origen. Hasta no hace mucho tiempo, tal era la noción de transitorio que tenían esos lugares para sus habitantes, que “construían” con chapa y cartón. Macri provee materiales y Cristina Kirchner se maravilla de lo que han crecido esos asentamientos. Esa gente no sale nunca más de ahí y es consciente. Tal vez alguna generación anterior también llegó de paso y no logró salir, pero existía la ilusión de progresar. Hoy, no importa el color político de los administradores, la villa no es un escalón, sino un destino.
El PRO dedica muchos recursos a multiplicar las prestaciones “gratuitas” como cualquier administración socialista, sin explicarle a los eventuales beneficiarios que, ante todo, nada es gratuito; que ese no es el ideal; que no se trata de mecanismos virtuosos, sino todo lo contrario; que son producto de la extrema necesidad, que no son una solución, sino un mero paliativo y que es menester crear, ahí sí desde el Estado, las condiciones para que cada padre, cada jefe de familia y cada trabajador cubra de manera personal sus necesidades. Nadie le explica a la sociedad que estas son herramientas de excepción y que el objetivo de los gobiernos no debería ser ampliarlas, sino abandonarlas lo antes posible.
Como el PRO tampoco quiere debatir, no se sabe cuáles serían los ejes del crecimiento en una futura administración macrista. Si la presión tributaria seguiría a toda máquina para mantener el gasto social actual o si habría un cambio en la concepción del Estado. Es tal el silencio que es imposible intuir no solo qué piensa el partido al respecto, sino también, si siquiera lo ha pensado.
El peronismo volcó sobre la sociedad un cúmulo de dádivas que los gobiernos militares y también los radicales mantuvieron intactas. Pero el “cambio” que propone el macrismo, lejos de sugerir recortes a ese modelo populista probadamente fracasado, le agrega innovaciones europeas que aplica con idéntica impronta: gratis, y así el ciudadano que no anda en bicicleta, no manda a sus hijos a la escuela pública ni se toma la presión en la calle paga bicicletas, transporte escolar y estaciones de control de salud. O sea, son servicios gratis para quienes los consumen y pagos para los que no. Es un ejemplo básico de la “justicia distributiva” del populismo que nadie parece dispuesto a erradicar.
La clase media sabe que gran parte del Estado “dador” sale de su bolsillo y que, al no ser ni marginal ni poderoso, en el reparto solo le toca el ABL. La lógica de la clase media se lee con claridad en el voto del electorado de la capital: mientras la opción era PRO contra Frente para la Victoria, no dudó y el oficialismo porteño superaba el 60 % de las preferencias. En cuanto apareció una opción no K, se produjo una severa merma de ese porcentaje. Tampoco sabe a ciencia cierta si va por el buen camino, simplemente esa población está buscando; rechaza la corrupción, la venalidad y la manipulación del poder central, pero tampoco se encuentra del todo interpretado por el PRO.
El macrismo ha sobrevivido una década sin definirse ideológicamente. Tal vez sea hora de atreverse a hacerlo y decirles a los pobres que no está en sus planes abandonarlos a su suerte, pero también dirigirse a ese lote castigado de anónimos que luchan cada día por no retroceder, y prometer representarlos. Sería una novedad revolucionaria y, probablemente, el comienzo de un proceso de auténtica sanación social.