Por: Martín Guevara
El otro día me hizo gracia un disertante espontáneo que defendía los derroteros de la “involución” cubana a lo largo de la friolera de nada menos que 54 abriles, al mismo tiempo que decía simpatizar con los indignados. Le pregunté si no se daba cuenta de la incongruencia, si conocía las reivindicaciones de unos y otros.
Unos quieren gobernar eternamente la isla, al menos ya llevan más que la edad que tengo, que es la medida de “lo eterno” para todos los mortales, y si bien me considero alguien jovial, fuerte y animoso podría admitir, no sin ruborizarme, que ciertamente yo también puedo estar algo “cascado” al mismo tiempo. Mientras que los otros defienden el debate permanente, consideran deficiente una democracia que sólo permite la participación popular en la toma de decisiones cada cuatro años, quieren estar involucrados permanentemente en los asuntos importantes de la sociedad. Consideran que cuatro años es una eternidad para esperar un cambio.
¡Ay, estos disertantes!
Desde poco después de triunfar, la revolución cubana “se fue a bolina” cuando una pretendida vanguardia quiso apropiarse de los méritos que consiguió el pueblo, de sus logros respecto del fin de la corrupción y de la tortura de la dictadura batistiana, que es lo que se imponía mayoritariamente en aquella lucha, comenzó el largo camino por una nueva forma de dominio, mucho más compleja, casi imposible de desarticular porque su médula espinal está directamente enclavada en el nido de lo más sofisticado del totalitarismo, en el mismo corazón del fascismo, que no es otro sitio que allí, donde reside el constantemente manipulado capricho de las mayorías, el barniz de lo pretendidamente popular.
No es otro que la banalización del legítimo anhelo de libertad de cada individuo convirtiéndolo en lema de rebaño, en consigna del populacho que desde siempre ha acompañado, sediento de crueldad colectiva a la adúltera, al rebelde, a la bruja, al hereje hasta la cruz y hasta la hoguera al grito de: ¡quemadlo, quemadlo cuanto antes!