Por: Martín Yeza
El mundo es un Monet. De lejos la imagen resulta homogénea y, a medida que uno se acerca, ve que cada punto es diferente, pero que a su vez forma parte de una extraña complejidad. Vivimos en una época maravillosa, en la que suceden cosas malas, buenas, intrascendentes, terribles y esperanzadoras… todas a la misma vez, como en toda nuestra historia.
El pasado martes, Lula Da Silva, ex presidente de Brasil, escribió una columna -que debería leer cualquier persona que sienta vocación por la política-, “El mensaje de la juventud brasileña”, para el reconocido The New York Times, donde ofrece una visión sensible sobre las recientes manifestaciones y revueltas producidas en su país. En ella ofrece definiciones poéticas como “quick fingers” para referirse a los “dedos rápidos de los jóvenes con sus celulares”, cómo internet cambió todo y que los políticos de todos los partidos políticos -empezando por el suyo- deben hacer el esfuerzo por adaptarse a los tiempos que corren para volverse más sensibles y comprensivos de los nuevos fenómenos. Que la ciudadanía reclama una vida democrática que sea algo más que votar cada cuatro años.
Asimismo diferencia lo producido en Brasil de otros fenómenos similares que sucedieron en el mundo. Dice que las revueltas de Egipto y Túnez no son equiparables porque se dieron en contextos no democráticos y que en el caso de España y Grecia fueron protagonizadas por la crisis económica y la crisis de empleo. Que el caso de Brasil es otro, vinculado con tensiones producidas por la movilidad social generacional que experimentaron en los últimos años.
No obstante esta salvedad necesaria que realiza el ex presidente, se debe decir que los últimos acontecimientos mundiales guardan en común el hecho de que lo heroico es lo colectivo, sin personalidades capaces de representar estos fenómenos que en otro momento entronizaron íconos y crearon mitos. A su vez esto sufre una paradoja, es un mundo en el que la individualidad ha crecido exponencialmente producto de los avances tecnológicos constantes, cuestión que ha expuesto nuestra debilidad cultural para proteger ciertos valores.
Es en este contexto que surge el último héroe que nos regala la década del 70, o acaso el primero del siglo XXI: el papa Francisco. Su ejemplo nos muestra que en el detalle está la diferencia y por la potencia del lugar que reviste y la humildad con la que actúa convierte un viaje en colectivo en un acto revolucionario. Llegó a Brasil y los medios nacionales ya califican su visita como un “Woodstock católico”.
Francisco viene a proponernos un giro en nuestra manera de conectarnos con el mundo y nos invita a superar la “globalización de la indiferencia”, cuestión que parece tener sentido para muchos y no hace falta ser católico para darse cuenta que es una cosa importante.
La década del 70 nos ha hecho quizás un último regalo, un Papa tercermundista, un pastor con olor a oveja: el héroe rezagado, quien nos dice que “la juventud es la ventana por la que el futuro entra en el mundo”. No sé si son muchas, pero a veces surgen razones para que los optimistas sigamos creyendo que el mundo de mañana puede ser mejor si intentamos construirlo hoy.