El proteccionismo que no protege

Maximiliano Bauk

La Argentina es un país en el que los empresarios suelen estar muy mal acostumbrados, no todos, pero sí muchos. Sirviéndose de los más rebuscados pretextos, logran escapar al proceso democrático del mercado en donde los consumidores, mediante su voto llamado compra, deciden en los comicios que se realizan a diario en cada góndola del supermercado, qué empresa perdura y cuál va a la quiebra. Después de todo, ¿para qué convencer a la mayoría de los compradores si directamente pueden eliminar a gran parte de la competencia —la extranjera— convenciendo a un único gobernante?

Esta clase de mecanismo tiene la curiosa particularidad de ser defendido por sus principales víctimas, los consumidores, quienes en gran parte han comprado este discurso de la industria nacional como sinónimo de patriotismo, aunque de esta manera lo único que se logre sean productos de mala calidad y elevado precio, que se encuentran obligados a comprar debido a la escasa competencia.

En el mundo moderno ya nadie discute la eficiencia y la conveniencia de la ley de la división del trabajo tan presente en nuestra vida cotidiana, que consiste simplemente en que cada uno se especialice en aquello en lo que tiene una ventaja comparativa, para luego intercambiar el fruto de su trabajo con el de otros. Por ejemplo, imaginemos que en la isla A vive Pedro, quien es muy buen pescador, en sólo 2 horas es capaz de pescar lo necesario para todo el día, aunque no es muy hábil recolectando agua dulce, sus mecanismos son poco eficientes, por lo que se toma varias horas en juntar lo necesario para no deshidratarse. Pero luego conoce a José, otro solitario habitante de la isla, con quien, poniéndose al día, descubre que a él la comida no le sobra, pero sí el agua. Así decidieron dejar de lado aquella actividad en la que son menos eficientes y dedicarse cada uno sólo a aquella en la que lo fueran. Pedro se encarga ahora solamente de la pesca e intercambia su sobrante de alimento por el de agua de José, quien ahora dejó de preocuparse por su pobre nutrición.

Ahora bien, si dejamos de hablar de la relación comercial entre individuos y pasamos a hablar de la que atañe a los países, nos estamos refiriendo a la teoría de las ventajas comparativas de David Ricardo desarrollada en su Tratado de Economía Política, la cual es muy similar a la primera. Afirma que los países ganan si se dedican a aquello para lo que tengan una ventaja comparativa relativa mayor para luego intercambiar sus productos; simplemente pasamos de un nivel individual a uno nacional, lo que no es muy diferente. Supongamos que próxima a la isla A, existe una isla B, en donde viven otras dos personas, cuya recolección de agua no es un problema, puesto que tienen un gran manantial, pero debido a su pésimo desempeño en la caza y la pesca, sólo se alimentan de una ínfima recolección de frutos. Así, cuando navegando, los habitantes de la isla B llegaron de casualidad a la isla A y conocieron su forma de vida, les propusieron un trato: “Ustedes tienen una mejor pesca, nosotros tenemos grandes cantidades de agua, ¿por qué no nos proveen de alimento y nosotros a ustedes de bebida?” Así, ambas islas se asociaron y tanto la isla A como la B lograron tener más agua y pescado que antes, trabajando menos y contando con tiempo disponible para nuevas actividades.

Como se puede ver, ambos casos son prácticamente iguales. Nadie concebiría que hoy en día cada familia se encargase de producir todos los bienes que consume. ¿Se imaginan si así fuera, el nivel de vida que tendríamos? Sin duda alguna no contaríamos con teléfonos celulares que nos mantengan conectados con cualquier parte del mundo, con medicamentos que hagan inofensivas enfermedades que hasta hace cien años eran mortales, con vehículos que faciliten el transporte para dejarnos más tiempo para la familia, en definitiva, un sinfín de beneficios que hoy vemos como indispensables.

Evidentemente, la teoría de las ventajas comparativas es una necesaria amplificación de la indiscutida ley de la división del trabajo, pero referida al comercio internacional —de hecho, el economista Ludwig von Mises generalizó a ambas con el nombre de ley de asociación de Ricardo. Dado que así como a medida que crece la cantidad de personas que se especializan e intercambian el producto de su trabajo, se potencian los beneficios, por ejemplo, si los que intercambian sus bienes son sólo dos familias, quizás no vayamos mucho más allá que producir algunas ropas, pero si la población participante crece a millones, comienzan a llegar adelantos que terminan de cubrir las necesidades primarias para comenzar a suplir las secundarias, y así sucesivamente. ¿Pero por qué esta fructífera cadena debe encontrar sus límites en la frontera? La teoría de David Ricardo le dio respuesta a esta pregunta: no hay límite, a mayor interacción comercial, mayor beneficio para todos.

El mismo veredicto nos da la historia, ya que los países que lideran los índices de libertad comercial son los que también lo hacen en los de desarrollo humano y prosperidad.

Podemos afirmar, entonces, que ese proteccionismo que cierra nuestras economías sólo resguarda a fallidos y egoístas empresarios de la sana competencia, en desmedro del conjunto de la ciudadanía, a quienes les roban de esa manera no solamente su libertad de elegir, sino también su posibilidad de alcanzar el desarrollo económico y social. Llegó la hora de que de una vez por todas dejemos de lado el oportunismo individual y aspiremos a una verdadera prosperidad, pero esta vez, para todos.