Por: Maximiliano Bauk
Más que aclarar las razones por las que la pobreza crece en nuestro país, lo que hay que explicar es la ausencia de riqueza, puesto que la pobreza es lo natural. La humanidad nació pobre, pero esta pobreza fue disminuyendo a medida que crecieron las riquezas. Es entonces esencial entender cómo funciona su proceso de creación.
Este comienza con la existencia de necesidades, que son satisfechas por los comerciantes para conseguir a cambio de su servicio el sustento para vivir. En este sentido, la división del trabajo permitió que en lugar de que cada familia tuviera que tener su granja para conseguir su alimento, ir en busca de su leña para mantener el hogar caliente, ordeñar su vaca para tener su leche y fabricar su propia ropa, las personas se especializaran en aquello para lo cual tuvieran más facilidad y lograran así mayor productividad. Además, al existir más productos en igual cantidad de trabajo, evidentemente crece el capital acumulado y con este la inversión.
Es a partir de esta última que el ciclo comienza nuevamente, pero desde un piso más alto, satisfaciendo nuevas necesidades, con una división del trabajo cada vez más especializada, más productiva, que permite mayor acumulación de capital y, otra vez, más inversión. El doctor en economía Sebastián Landoni suele llamar a este proceso círculo virtuoso, por los beneficios que trae de manera constante, siempre y cuando sus etapas no sean interrumpidas.
La diferencia entre un país rico y un país pobre radica en los obstáculos que se le pongan al sistema anteriormente descrito, ya que, en un país con mayor capital acumulado, las herramientas disponibles gracias al avance tecnológico permitido por la productividad multiplican el producto de cada trabajador enormemente, lo que hace que, por ejemplo, todo un campo sea cosechado en solo un día en los Estados Unidos, con sus tractores, cuando la misma tarea demora semanas en Etiopía, con sus bueyes.
En la Argentina, este mecanismo encuentra numerosas trabas en aranceles que tiran por la borda todos los esfuerzos por alcanzar un proceso productivo eficiente, haciéndolo inútil, ya que no podrán competir con el precio del producto de otras naciones con menores impuestos e igual eficiencia. Este estorbo a la productividad pone fin al círculo virtuoso, impide la acumulación de capital y luego la inversión. A su vez, el pequeño ahorro que puede existir pese a las enormes cargas tributarias que apalean la economía local se ve fuertemente golpeado con la segunda inflación más alta del planeta, lo cual, en conjunto, es una receta perfecta para el desastre.
Todo esto no es una simple teoría, sino que se ve reflejado en los números brindados por la Universidad Católica Argentina: solo uno de cada diez hogares declara capacidad de ahorro, el 28,7 % de la población vive por debajo de la línea de pobreza y más del 40 % de los jefes de hogar recibe ingresos menores al salario mínimo vigente.
La solución a nuestros problemas no radican en un jefe de gabinete que niegue los índices desfavorables. Los números pueden ocultarse, pero no la realidad, y ella nos indica que hoy somos un país pobre con enormes condiciones para la riqueza, pero atado de pies y manos, y que, si seguimos contrariando la reglas más básicas de la economía, en dos o tres años desearemos contar con los números que hoy nos escandalizan.