La desgracia de Egipto

Mundo Asís

La convivencia imposible del islamismo y la democracia. Satisfacción en Siria y Arabia Saudita. Preocupación en Túnez.

escribe Osiris Alonso D’Amomio

El diario Al Watan anticipó el expresivo diálogo del final.
Fue entre Mohamed Morsi, el presidente de Egipto a derrocarse -de la Hermandad Musulmana-, con el general Abdel Fattah Al Sissi, el derrocador. Ministro de Defensa y jefe del poderoso ejército. La única institución que mantiene, en el desbande de la fragmentación, su integridad.
“Parte, Morsi, con dignidad” -le dijo Al Sissi.
“Pero éste es un golpe de estado militar, los americanos nunca te lo van a permitir”, dijo Morsi, después de todo un cándido que trataba de salvarse.
Cuesta creer que Al Sissi se haya atrevido a desalojarlo del poder a Morsi sin la luz verde “de los americanos” (surten al ejército de mil millones de dólares por año, en “concepto de ayuda”).
“Nos interesa la opinión del pueblo egipcio, no del americano”, dijo Al Sissi.
“Pero yo soy quien te designó y puedo desplazarte”, replicó enojado el presidente. Lo rodeaba su guardia defensiva.
“Olvídate, ya no tienes ninguna legitimidad”.
Entonces Morsi fue detenido por quienes estaban, en el lugar, para defenderlo.

Cambio de reglas y del juego

La facilidad interpretativa indica que, entre la democracia y el islamismo, persiste un abismo. Nada tienen en común.
Los partidarios de la modernidad se encuentran, en la región, definitivamente condenados.
O islamismo de estado o autoritarismo coercitivo.

La sintonía entre democracia e islamismo es, ante todo, un ejercicio mediático de la voluntad, propagada por los responsables de la cadena Al Jazeera.
Se justifica que la primera medida golpista haya consistido en clausurar la sede de la cadena, que emitía desde El Cairo.
Significa confirmar que el golpe, en Egipto, se reduce al retroceso de los jeques petroleros de Qatar. En desmedro de la algarabía, la satisfacción de los “hermanos enemigos”. Los rigoristas petroleros de Arabia Saudita (sostenidos siempre por los americanos) y de los Emiratos.
Pero sobre todo debe registrarse la satisfacción en Siria. Y por qué no de Israel, aunque en silencio diplomático. En realidad les resulta más conveniente, y fructífero, tratar con regímenes de fuerza. Con los que saben a qué atenerse (no olvidar que con Morsi circulaban positivos beneficios para los palestinos chiitas del Hamas, en eje siempre con el Hizbollah chiita de Líbano, con Siria y, en el fondo, con Irán, en tandem con Rusia).

Hay cambio de reglas, pero también del propio juego, aún dinámicamente difuso.
Son realineamientos que alteran el tablero geopolítico, y desconcierta a las cancillerías que pesan. Argentina, abstenerse.
Desde el punto de vista técnico, en Egipto transcurre un vulgar golpe militar. Pero con multitudinario apoyo popular. La coincidencia entre un grupo de vanguardia, Tamarrod, o sea Rebelión, que movilizó 17 millones de personas, con un ejército repentinamente sensible a los reclamos sociales.

Al Sissi pone al frente al desconocido jurista Mansour. Asombra con la amplitud frustrada de proponer, como primer ministro, al inofensivo burócrata El Baradei. Un equilibrista de organizaciones internacionales que trafica aperturas hacia “el mundo occidental”. Pero finalmente el puesto será, según nuestras fuentes, para un abogado casi progresista, un socialdemócrata, Ziaad Baha El Din.

El fracaso prematuro de la primavera árabe

Pese a la alegría de las movilizadas capas medias, en Egipto se asiste al primer fracaso de la llamada primavera árabe.
Es la consecuencia fatal del segundo éxito. Haber derrocado a Hosni Moubarak (el primer derrocado fue Ben Alí, en Túnez).
Pero para llevar al poder, democráticamente, en ambos estados -Túnez y Egipto- a la única organización que mantiene niveles aceptables de organización política. Los Hermanos Musulmanes.

Previsiblemente, Morsi iba a decepcionar. Porque prefirió actuar como presidente de los Hermanos Musulmanes, y no de la abrumadora complejidad que conforma Egipto.
Iba a caer arrastrado por las exigencias de los voraces medialuneros del propio partido. Medialuneros que ocupaban los espacios fundamentales. Mientras la economía se desmoronaba. Faltaba de todo y no disponían de los arrebatos de ningún Moreno. Desaparecía, de pronto, desde la harina hasta el combustible. Los precios escalaban y carecían de un solvente INDEC. No había espacio para la trampa. Porque escaseaban también -y sobre todo- los turistas.
Así como España vive del commodity del sol, en Egipto gran parte de los ingresos pasan por el commodity de las pirámides.

“Moubarak con barba” se lo llamaba a Morsi en los amontonamientos de la Plaza Tahrir.
Se lo cargaba la misma aglomeración que se cargó, primero, a Moubarak.
Pero ahora se movilizaban para defenderlo sus partidarios, los barbudos de la Hermandad. Los casi cincuenta muertos de la contabilidad permiten temer por la antesala de esta nueva guerra civil. Perfectamente puede superar la catástrofe que disuelve a Siria.
Pero es más grave: porque el mundo árabe suele históricamente oscilar alrededor del eje de Egipto.
Lo descubrió Henry Kissinger, cuando sentenció: “En la región no hay guerra sin Egipto ni paz sin Siria. Y viceversa”.
Con los dos Estados que desbarrancan, aumenta la incertidumbre. Por las alteraciones que se producen en el ámbito persa (Irán). Pero especialmente en Turquía, que volvía a divagar con un imperio conjetural.
Téngase en cuenta que, en su momento, Morsi fue votado hasta por los laicos, a los efectos de impedir el regreso del Antiguo Régimen, que lo representaba el otro candidato, general Chafik.
Pero el antiguo régimen, de todos modos, vuelve. Con el golpismo popular que atormenta a los teóricos.

Resurrección de Al Qaeda

Para colmo, el prematuro triunfo de la protesta (que se cargó a Moubarak), como la vía electoral de acceso, había desubicado a los islamistas radicalizados de Al Qaeda.
Los desesperados retrocedieron en la consideración. Superados por el fervor participativo de las redes sociales.
Por lo tanto el fracaso -también prematuro- del experimento Morsi, los vuelve a poner, a los esclarecidos de Al Qaeda, en la inquietante vanguardia.
No olvidar que muerto Bin Laden, el jefe de Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, es, ante todo, egipcio. Y sabe de venganzas.

Paradójicamente, Bashar Al Assad, en Siria, siente que puede respirar. Tiene licencia, e incentivos morales, para continuar la faena sistemática de la matanza.
Si Kadhaffi, en Libia, hubiera resistido, como Bashar en Siria, y matado a todos los resistentes que fueran necesarios, tal vez aún estaría al frente.
Su cadáver no hubiera sido mancillado, humillado. Escupido en la calle.

Si total, decenas de miles muertos más bastaban, al fin y al cabo, para comprobar su legitimidad.
Después de cuatro siglos de explotación otomana, de delimitación artificial de fronteras, Francia y Gran Bretaña -o la conjunción de occidente, que hoy encabezan “los americanos”- no podían imponerle su sistema de organización (aparte, en el fondo, no tenían el menor interés en ser imitados). Para obligarlos a convivir, incluso, con Israel. Y con la evolución de un Israel que multiplica, para colmo, el atraso.

Lo más fácil es culpar, de la desgracia de Egipto, a la televisión de Qatar.
Responsabilizarla, incluso, por la repercusión de aquellas movilizaciones iniciales. Derivadas de la auto-inmolación del desdichado verdulero de Túnez.
Ben Ali -al que se llevaron puesto-, comienza a ser visto, comparativamente, con simpatía. Efectos colaterales de la desgracia.
En adelante, los islamistas triunfales de Ennahda, en Túnez, deben cuidarse del contagio.