Por: Muriel Balbi
Es digno de análisis y reflexión el fenómeno de los llamados “grupos de autodefensa” que operan en el sudoeste de México, especialmente en el estado de Michoacán. Se trata de pobladores que, cansados de vivir bajo el yugo de extorsiones y terror, impuesto por el cartel de Los Caballeros Templarios y frente a la falta de respuestas del Estado, decidieron alzarse en armas para protegerse a sí mismos, a sus negocios y a sus familias. Sin embargo, estos grupos de civiles armados, que surgieron hace 11 meses, han experimentado un crecimiento espectacular y despertaron resquemores frente a la posibilidad de que haya narcotraficantes de bandas contrarias infiltradas en sus filas y porque sus actividades –aunque justificables para muchos- están totalmente al margen de la ley.
Los grupos de autodefensas ya operan en 40 de los 113 municipios de Michoacán, realizando tareas exclusivas de las fuerzas de seguridad como patrullajes, cacheo, etcétera. Pero, lo más alarmante es que han tomado por la fuerza a 10 de ellos (y continúan ejerciendo presión sobre otros). Estas “tomas” son, concretamente, golpes de estado de un microsistema, como es una alcaldía. Por ejemplo, en Parácuaro, ciudad de 20 mil habitantes, irrumpieron unos 200 hombres y mujeres armados que, a su vez, eran recibidos a los tiros desde los techos de vecinos que se oponían a su llegada. Una imagen digna del lejano oeste. Una vez en el pueblo, encarcelaron a los policías de la comisaría, se hicieron de sus armas y, seguidamente, destituyeron al alcalde, dejando a la ciudad en la anarquía total.
¿Qué ha estado haciendo el gobierno nacional frente a esto? Hasta el momento había tenido una actitud más vacilante, mirando hacia el costado, sobre todo por la comodidad de que apareciera alguien intentando dar las respuestas que ellos no son capaces de arriesgar, aunque esto vaya en contra del normal devenir del estado de derecho (en Michoacán, las autodefensas “liberaron” 11 municipios en manos de Los Caballeros Templarios, cosa que no podría haber hecho el ejército). Por otra parte, desde su asunción, el presidente Enrique Peña Nieto se mantuvo muy concentrado en los asuntos económicos del país y en encarar una revolucionaria reforma energética. Esto, en desmedro de atender el foco de tensión y descontrol que azota a esa región y que la ha convertido en un ejemplo de “estado fallido” donde el Estado ha perdido el monopolio de la fuerza y donde rige la ley de la selva.
Desde hace unas semanas, esa indiferencia se había transformado en diálogo y apoyo, lo cual encendió la alarma de los especialistas en defensa y de la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México que vieron el peligro de coquetear con grupos que actúan al margen de la ley, aunque sean ciudadanos de a pie en lucha contra el crimen organizado. Estos acercamientos se expresaron principalmente en dos hechos concretos: uno, la confesión de un funcionario del gobierno sobre la apertura de instancias de diálogo con las autodenfensas (lo que implica darle entidad y reconocerlas como un actor) y, dos, en la guardia de soldados y policías que dispuso el estado para cuidar de José Manuel Mireles, líder de estos grupos, durante su internación en un hospital en Ciudad de México. Muchos consideraron insultante que, en un país donde mueren ciudadanos comunes en manos de los narcotraficantes, el Estado dispusiera de las fuerzas de seguridad para cuidar a alguien que, en realidad, debería ser detenido por actuar fuera de la ley.
Las críticas comenzaron a llover desde todos los sectores y esto produjo un golpe de timón en el gobierno que emprendió una fuerte ofensiva en la que se ordenó “detener y castigar a todo el que porte armas no autorizadas”. El ultimátum para lograr el desarme, terminó con varios muertos y más críticas, lo que llevó al gobierno a intentar el diálogo y a desarmar a policías acusados por los pueblerinos de “trabajar” para Los Caballeros Templarios.
Pero, hasta ahora, corren los meses y la sangre. El gobierno de Peña Nieta no logra dar en la tecla para revertir un gran flagelo que crece día a día y que va ganando territorios y voluntades. Quienes integran las autodefensas se muestran reticentes a deponer las kaláshnikovs porque dicen estar hartos de la asfixia a la que los someten los narcos, de pagarles “peajes” para transitar, para tener un negocio, para poder hacer una fiesta de 15, para que no le maten a sus hijos y del calvario de las violaciones: “se llevan a las mujeres y hasta que no quedan embarazadas no las devuelven”. Ante la falta de respuestas del Estado, debe ser difícil quedarse sentado y no hacer algo para proteger a los seres queridos de ese violento descontrol. Pero se juega aquí con un arma de doble filo, porque lo que se vive hoy en parte de México, es una película con un comienzo demasiado parecido a la pesadilla colombiana de grupos paramilitares que terminaron siendo igual de atroces y corruptos que los mismos narcotraficantes.