Desprecio por la vida

Paola Spatola

Hace algunos meses recibíamos la trágica noticia del fallecimiento de Reinaldo Rodas, que fue atropellado en la madrugada del pasado domingo 17 de febrero en el kilómetro 52 de la ruta Panamericana. El viernes 26 de abril, el hijo de la ex modelo Bárbara Durand quedó imputado por homicidio culposo por matar a tres obreros que se encontraban dentro de un auto detenido sobre la banquina, pasadas las 6 de la mañana en el cruce de la Panamericana y la ruta 197.

Si repasamos los últimos casos que han dejado una profunda marca en la sociedad argentina, como Cromañon, Cabello, Kevin, Ecos, y los más actuales como la tragedia de Once, y los casos García y Durand, puede notarse que reina un panorama incierto, donde la respuesta punitiva del Estado hacia este tipo de hechos trágicos, de gran impacto social, es extremadamente oscilante y poco coherente.

Lo lamentable de estos episodios en la Argentina es que, en muchos casos, el victimario pasa a ser víctima y la víctima victimario. Este desfasaje, producto de una clara falta de confianza hacia el sistema judicial, debe ser el puntapié inicial para cambios y reformas que generen respuestas claras y contundentes ante este tipo de acontecimientos totalmente repudiables.

Los accidentes, la imprudencia, el incumplimiento de las normas y el desprecio por la vida, se incorporaron como disvalores no reconocidos, pero vigentes, de nuestra cultura. Nos acostumbramos a transgredir las reglas, a no respetar los límites de velocidad, a cruzar los semáforos en rojo, a no ceder el paso a los peatones o al que viene desde la derecha en las intersecciones, entre otras violaciones.

Actualmente, el consumo de alcohol se encuentra involucrado en un porcentaje muy significativo de accidentes.

Por ello quien decide beber y conducir debe abstenerse de hacerlo, pues de ordinario su aptitud se encontrará disminuida según las reglas generales de la experiencia. De hecho está conducta constituye una contravención en las legislaciones provinciales, y generalmente, dados los mayores controles que se implementaron en este último tiempo en todo el país, de encontrarse incurso en ella la prevención procede al secuestro preventivo del vehículo y de la licencia de conducir.

Este argumento encaja perfectamente en los casos García – Durand. Quien decide ingerir altos niveles de alcohol y ponerse al frente de un volante claramente contiene en sí una conducta de profundo desprecio por la vida.

Bajo estos parámetros debemos redefinir responsabilidades de los individuos en donde el núcleo de la responsabilidad penal frente al otro y en este nuevo orden social estribe en “el incremento del riesgo por encima de lo permitido”.

Cuanto mayor sea el riesgo, mayor responsabilidad tengo de cuidar que mi conducta no dañe a otros, y cuanto mayor sea la falta de cuidado de mi obligación de velar por el otro, mayor será mi responsabilidad. Sobre estos cimientos es que debemos construir la discusión legislativa necesaria en una sociedad como la nuestra.  Sociedad de riesgos.

Dicho esto, es necesario encarar una reforma administrativa que desplace de la jurisdicción provincial a la nacional el sistema de otorgamiento de licencias de conducir y el control de cada conductor mediante el sistema de “scoring” en todo el país, de tal forma que se impida que un conductor sancionado en una jurisdicción pueda obtener su licencia de conducir en otra jurisdicción.  Asimismo, vale destacar que desde la creación de la Agencia Nacional de Seguridad Vial se ha avanzado bastante pero aún resta mucho por hacer.  Teniendo en cuenta que en nuestra  sociedad durante 2012 hubo 7.400 muertes por accidentes de tránsito. Según la Asociación Luchemos por la Vida, el promedio diario alcanza las 20 muertes y a nivel mensual más de 600.

Por otro lado, una reforma legislativa penal que tipifique diferenciadamente las meras imprudencias de las acciones temerarias. Toda muerte no natural es un acto lamentable, pero no es lo mismo la responsabilidad penal de quien lesiona a otro por una distracción al conducir, que el accionar de una persona que mata a alguien corriendo una picada, o conduciendo temerariamente bajo los efectos del alcohol o drogas. La legislación penal actual unifica en un mismo tipo penal la imprudencia y la temeridad, con lo cual los jueces carecen de instrumentos normativos idóneos para efectuar una punición diferenciada de tales conductas.

La gravedad de esta imprudencia, y los daños irreparables que observamos a lo largo de los años en nuestra sociedad,  lleva a la necesidad de calificar a la conducción de automotores bajo los efectos del alcohol y/o sustancias estupefacientes como delito autónomo, de peligro concreto, contra la seguridad del tránsito, del mismo modo en que se encuentran tipificadas las llamadas “picadas” en el artículo 193 bis del Código Penal.

Sobre estos cimientos es que debemos construir la discusión legislativa necesaria en una sociedad que lejos está de ser aquella que dio origen al Código Penal de 1921, proveyendo  al Poder Judicial de normas más justas y representativas de este cambio social.

Es por todo ello que coincidiendo con la existencia de vacíos, producto de un nuevo orden, y considerando al derecho como un ordenador social es que creo oportuno plantear la necesidad de creación de una figura intermedia que pueda denominarse “homicidio imprudente agravado” que permita una escala penal lógica y adecuada.

Este es el gran desafío de la Argentina que viene en materia penal. Lograr unificar criterios y plantear la necesidad de que en el ordenamiento penal haya una diferenciación de penas entre las imprudencias más leves y las más graves, y dejar de intentar de importar soluciones que en nuestro ordenamiento resultan muy difíciles de aplicar.