Por: Pedro Caviedes
Esta semana mataron a otro. Uno de esos asesinos repletos de dólares que en sus últimos días vive trasladándose desesperado por el monte, asediado por las autoridades. Quizá, como la muerte les respira en la nuca, jamás dejan de hacer grandes fiestas, con licor, música y mujeres, y seguramente con algo del producto que exportan. Generalmente es en la arbolada de esas fiestas, con el alcohol rancio en las venas y el trasnocho pesándoles en los pies, cuando caen. Esta semana fue extraditado otro. Uno que fue capturado también en una fiesta, pero que salvó su vida porque no opuso resistencia. En unas semanas caerá, capturarán, o extraditarán a otro. Entonces aparecerá otra banda con otro nombre, y otros ‘jefes’, seguramente los escoltas de los caídos, con otros alias. Otros nombres, otros alias, otras zonas. Mismo producto, mismo negocio. Algunos se han mimetizado en ideologías marxistas. Otros, reaccionando a ese marxismo, en la extrema derecha. Otros aceptan que simplemente quieren enriquecerse. En últimas el factor común es uno solo: la cocaína.
La cocaína ha dado muchos muertos en el mundo. Aunque más que muertos ha dado consumidores. Entre esos, personas que no pueden controlar las ganas de más, y terminan sumidos en un vicio insoportable, y también personas que la consumen con más moderación. Sin embargo, la mayor cantidad de muertos que ha producido la cocaína no provienen de su consumo, sino de su prohibición. La prohibición de la cocaína ha tenido como una de sus consecuencias cientos de miles, si no millones, de vidas. Creo que como en todas las guerras vale la pena preguntarse si al menos esas muertes cumplieron con un propósito ético y moral, si esas vidas perdidas, salvaron una mayor cantidad.
Para una persona que nació a finales de los setenta, la lista de traficantes de cocaína dados de baja o capturados que ha visto es interminable. Desde aquella lejana captura de Carlos Lehder y su veloz extradición, pasando por la muerte de Pablo Escobar en un tejado de Medellín o el jefe guerrillero bombardeado, hasta el muerto y el extraditado de la semana que pasó. Ellos, más una lista interminable de víctimas y destrucción, en sus batallas con el Estado, en el atraco a los campesinos, en los enfrentamientos con la gente de bien en las ciudades y en sus vendettas internas. Y todo eso sin que los consumidores disminuyan o los narcos sean menos.
Quizá, basándose en esos hechos, la nueva política antidroga del gobierno estadounidense contiene un nuevo enfoque, en el que se centra por igual en la prevención que en el tráfico, como lo desveló esta semana el director de la oficina para el Control Nacional de Drogas, Gil Kerlikowske. Que se exploren nuevas iniciativas educativas, nuevos tratamientos para los adictos, asistencia sanitaria y reformas al sistema judicial. Es una nueva forma de abordar un problema que se le ha salido de las manos a los gobiernos hace muchos años.
El narcotráfico, por las sumas enormes que maneja, se ha conformado como una economía fantasma, una multinacional en la sombra con un poder enorme de corrupción, que se ha infiltrado en todos los estratos de la sociedad y ha comprado por igual políticos, banqueros, contadores, abogados y empresarios de la alta sociedad. Pero así como la guerra total no ha funcionado, existen muchas dudas con respecto a la legalización, y entre éstas está la que dio el gobierno en la presentación de su nueva estrategia, aduciendo que legalizar puede ser “perjudicial desde el punto de vista de la salud pública”.
Muchos se preguntan si habrían sido menos las víctimas si fuera legal, o simplemente habrían sido otros. Quiero decir que, como en el caso del cigarrillo, los muertos serían las personas que lo consumen, y no los que caen en la guerra. Pero me parece que esa pregunta deja a un lado que ya existen, a pesar de la prohibición, millones de consumidores. ¿Serían más si fuese legal?
Si lo fueran, viendo hoy las toneladas exportadas que le adjudican al prontuario de cada capo cuando es capturado o dado de baja, creo que la verdadera pregunta ética, el verdadero intento de una solución moral, sería buscar el núcleo de por qué tanta gente necesita consumir, y contra esa razón sí, declarar una guerra total.
Una guerra que no es precisamente con armas.