Por: Ricardo Gil Lavedra
Las constituciones nacieron para evitar el despotismo. Como antídoto contra ese mal se concibió la división de poderes. Sin embargo, las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo admiten diversos diseños. Lo que no puede faltar jamás en un sistema republicano es la absoluta independencia del Poder Judicial.
En la Constitución de 1853, siguiendo el modelo de la Constitución de los Estados Unidos, la designación y remoción de los magistrados era puramente política: los nominaba el presidente y les debía prestar acuerdo el Senado. Este esquema, que en el país del norte ha funcionado relativamente bien, en la Argentina exhibió sus defectos hacia principios de la década del noventa del siglo pasado. La reforma constitucional de 1994, a la luz de esa experiencia, resolvió despolitizar parcialmente la selección y remoción de jueces, creando el Consejo de la Magistratura, con participación de jueces y abogados, además de miembros de carácter político, para impedir que el amiguismo o la pertenencia partidaria fueran determinantes en tales decisiones.
Ahora se pretende establecer la elección popular de todos los consejeros. Del artículo 114 de la Constitución Nacional surge que la reforma es inconstitucional. Para ser representante de los abogados, por ejemplo, no tiene sentido que voten todos los ciudadanos. Si así fuera, sería preferible prescindir del Consejo de la Magistratura y volver a un sistema totalmente político, lo que sólo podría conseguirse mediante una reforma constitucional.
Asimismo, la limitación de las medidas cautelares dictadas contra el Estado puede dejar inermes a los ciudadanos, al ponerlos en un plano de inferioridad incompatible con el Estado de Derecho. Tampoco ayuda a las personas la creación de Cámaras de Casación, tribunales intermedios entre las actuales Cámaras y la Corte Suprema, que sólo pueden prolongar los juicios, en detrimento de los justiciables. El propósito verdadero es debilitar el poder de la Corte Suprema, que ha sido un dique para los desbordes del poder político. Ayer nomás se imponía el “per saltum” para llegar muy rápido a la Corte; hoy se busca demorar ese acceso. En ambas oportunidades, el único fundamento real fue la conveniencia política inmediata, no el perfeccionamiento de la legislación.
Este núcleo duro del paquete de reformas viene envasado en proyectos sobre transparencia, publicidad de las causas y acceso de empleados al Poder Judicial, cuyos fines todos compartimos, y algunos de cuyos contenidos ya rigen. Pero estos son la guarnición; el plato principal está en los tres primeros.
La falsa “democratización” se tramita sin democracia, dejando de lado el debate e imponiendo una mayoría circunstancial. No hemos de consentir pasivamente este grosero atropello a la independencia judicial y al Estado de Derecho. Queremos jueces de la Constitución y no jueces militantes, que legitimarán las violaciones de todos nuestros derechos y garantizarán la impunidad del poder.