Por: Ricardo Gil Lavedra
Néstor Kirchner llegó a la presidencia de la Nación en 2003 siendo, para la mayor parte de la ciudadanía, un desconocido. Algunos lo votaron por ser el candidato de Duhalde; otros lo hubieran votado, de haberse realizado la segunda vuelta, para impedir el triunfo de Menem. Ese desconocimiento, en aquel contexto posterior al gran trauma de fines de 2001 y principios de 2002, no fue un obstáculo para Kirchner, sino una oportunidad, que aprovechó hábilmente. En los primeros meses de su mandato adoptó algunas políticas que tenían un sesgo republicano. Así, por ejemplo, designó como jueces en la Corte Suprema a juristas muy reconocidos.
Sin embargo, era evidente que esa tendencia no estaba en su naturaleza. Bastaba saber lo que había hecho en Santa Cruz como gobernador para advertir que se trataba de meras maniobras tácticas. Una vez que consolidó su poder, el verdadero Kirchner comenzó a despuntar. En 2006 hizo sancionar -por iniciativa de su esposa, entonces senadora- una ley que modificaba el Consejo de la Magistratura para romper el equilibrio que la Constitución establece entre distintos estamentos en favor de la representación política. Al mismo tiempo, neutralizó a los órganos de control.
La llegada de Cristina Kirchner a la presidencia -precedida por vagas promesas de mejorar la calidad institucional- profundizó hasta extremos insospechados esa línea autoritaria. Los episodios de atropello a la independencia judicial que el Poder Ejecutivo viene impulsando desde el año pasado son tantos y tan groseros que su inventario detallado excede la extensión de esta columna. La protección al seriamente sospechado vicepresidente terminó con la renuncia del Procurador General y con el apartamiento de un juez y un fiscal. Más adelante, la guerra santa contra el Grupo Clarín llevó al ministro de Justicia a embarcarse en acciones contra los jueces y contra los miembros no alineados del Consejo de la Magistratura de una gravedad inusitada. Se fraguaron causas de recusación, se presionó de todas las formas posibles a los magistrados, se llegó a recusar a toda una Cámara y, en el colmo del disparate, se denunció penalmente a los consejeros “díscolos” por el delito de no opinar del mismo modo que el oficialismo.
Por último, el fracaso del publicitado “7D”, cuando la Corte Suprema se negó a intervenir por la vía del per saltum en casos que no le competían, abrió las puertas a un paquetazo de leyes judiciales que se aprobaron casi sin debate durante los últimos días. Entre ellas, deben mencionarse en especial la del Consejo de la Magistratura -que tiende a convertir a este órgano constitucional en un apéndice del Poder Ejecutivo-, la que restringe o anula las medidas cautelares contra el Estado nacional y la que -a contrapelo del per saltum habilitado el año pasado- crea cámaras de casación para dilatar la llegada de las causas al máximo tribunal. Confiamos en que los tribunales, y en particular la Corte Suprema, les pondrán un freno a estos ataques directos a la independencia del Poder Judicial. No se trata de devaneos abstractos de constitucionalistas. Sin jueces independientes todos los derechos de los ciudadanos están en riesgo. Lo está también la propia democracia.
Los partidos políticos, los colegios profesionales, las asociaciones de magistrados, entre otros, estamos promoviendo todas las acciones legales para que, sin pérdida de tiempo, se declare la inconstitucionalidad de la embestida contra el Poder Judicial. La comunidad jurídica ha reaccionado casi sin fisuras, alertando sobre las consecuencias que acaecerían si el paquetazo entrara efectivamente en vigencia. Nunca, desde el auspicioso inicio de la democracia a fines de 1983, la República fue tan agredida. Es un enorme retroceso que no debemos admitir. Vamos a enfrentarlo en paz, con la Constitución en la mano.