El transcurso de una década acredita un tiempo suficiente como para intentar vislumbrar con mayor nitidez un punto que aparece aún hoy ambiguo y controvertido, permitiendo de este modo esclarecer la auténtica identidad de uno de los Papas más grandes de la cristiandad.
Esta ausencia de claridad no se refiere a ninguna ambigüedad de la misma, sino que reside en que se ha adjudicado a Karol Wojtyla una sensibilidad conservadora y restauracionista. Me parece que un cotejo con la realidad arroja sin embargo una luz que lleva a un resultado muy distinto de esa enjaretada configuración. No es que se califique como positiva o negativa dicha característica, simplemente se intenta mostrar que ella no es real.
Los motivos de esa controversia residen por una parte en que, como sucede también con el actual papa Francisco, la riqueza de una personalidad siempre presenta dificultades frente a esos encasillamientos muchas veces forzados, y por otro lado a que recordando la famosa caracterización orteguiana del hombre y su circunstancia, Juan Pablo II se encontró en pleno periodo posconciliar ante una notoria necesidad de poner orden en la casa.
Todavía se discute si Wojtyla fue un tomista de estricta observancia, o si conjugó otros rumbos filosóficos en tanto la fe cristiana no puede reducirse a una escuela, por más venerable que ella sea, pero ese mismo hecho muestra en todo caso su espíritu profundamente innovador mediante la adopción del método fenomenológico, que introdujo un profundo cambio en el enfoque filosófico del pensamiento cristiano de su tiempo.
Lo cierto es que el personalismo con el que el papa Wojtyla trazó una reinterpretación de las verdades eternas del cristianismo tiene alcances que van mucho más allá de los horizontes confesionales. Su relación con los filósofos del diálogo, aun los que no son cristianos como Martin Buber y Emanuel Lévinas, en la búsqueda de una mirada común a partir del concepto de persona humana, habla por sí misma. Wojtyla vuela mucho más alto que sus propios tejados.
No hay más que dirigir la mirada a su directriz pastoral respecto del ecumenismo y especialmente del diálogo interreligioso, particularmente con el judaísmo, para considerar al papa Juan Pablo II un verdadero campeón en este terreno global, de lo cual resultan sucesos tan inéditos como significativos en la historia de la Iglesia la reuniones de Asís y su oración penitencial en el Muro de los Lamentos, que produjo una verdadera conmoción en el pueblo elegido. Difícilmente pueda olvidar la contenida emoción con que más de un judío me ha referido ese momento acaso sublime.
Hay quien ve en Juan Pablo II el enterrador del Concilio Vaticano II. Es posible que el papa haya enterrado el Concilio que ese señor tenía en la cabeza, pero no es así con respecto al Concilio real. Esto es así a tal punto que se puede definir el pontificado del papa Wojtyla como la realización del Concilio. Uno de los documentos más representativos del espíritu conciliar es la constitución Gaudium et Spes que constituye un gozne clave en la misión de la Iglesia católica: su relación con el mundo.
El propio pontífice ha subrayado no ya su significado sino su directa participación en el trabajo conciliar, entre otras instancias, en la redacción junto al cardenal Danielou de un capítulo antropológico que precedería a la parte doctrinal de tan singular documento magisterial. Numerosos trabajos históricos han acreditado suficientemente la importante huella de Wojtyla impresa en este magno acontecimiento que cambió el rostro de la Iglesia contemporánea.
El magisterio de Juan Pablo II en materia social llama la atención en algunas temáticas especialmente significativas. Su sensibilidad sobre el amor humano se dibuja, a partir de su concepción antropológica, como asombrosamente innovadora respecto de la visión anterior. Esta condición se puso de manifiesto tempranamente en Amor y responsabilidad, una obra que precedió a su advenimiento como papa, pero particularmente en la catequesis desarrollada entre los años 1979 a 1984, en los comienzos de su pontificado. En esa homilética elaboró el papa Wojtyla una verdadera teología del cuerpo, con un enfoque personalista hasta ese momento inédito, abriendo un camino nuevo en la reflexión teológica sobre la sexualidad humana que sorprende por su audacia.
Finalmente, su capacidad transformadora se evidencia con peculiares trazos en las relaciones sociales de un modo que puede resultar también igualmente sorprendente desde una mentalidad bastante difundida a diestra y a siniestra, que lo considera el verdugo de la teología de la liberación. Hay que empezar por recordar que su magisterio, lejos de condenarla, sólo puntualizó ciertos núcleos críticos de ella, básicamente la hermenéutica que algunas de sus expresiones nunca mayoritarias aunque sí importantes, buscaron en la metodología marxista. Por el contrario, el papa Juan Pablo la reivindicó como no solamente legítima sino también necesaria (sic) a la hora de leer la historia de la salvación.
Contra una visión muy difundida que ha deformado la realidad, el magisterio, en primera fila el propio papa, acogió -depurándolas de sus errores- las mejores intuiciones del liberacionismo, como el subrayado en la dimensión política de la fe. Las contribuciones más genuinas de las teologías de la liberación (puesto que no constituyen una escuela sino un movimiento) fueron hechas propias por el aguerrido pontífice polaco, que como es sabido cumplió un rol fundamental en la caída del socialismo real, pero que con un similar temple se plantó frente a lo que él mismo hubo de nominar sin ningún eufemismo como capitalismo salvaje.
El concepto de opción preferencial por los pobres es un lugar teológico que pusieron de relieve las teologías de la liberación pero que hoy es magisterio de la Iglesia, particularmente en el pontificado del papa Francisco. Una construcción liberacionista como la de pecado social fue legitimada y convertida en una categoría doctrinal en una exhortación apostólica que lleva la firma del papa Wojtyla y que posiblemente por su audacia no ha alcanzado todavía su merecido reconocimiento en la reflexión teológica y en la praxis pastoral.
La categoría teológica de estructuras de pecado que tan cuestionada fue en su momento por la sedicente ortodoxia católica, fue utilizada más de una docena de veces por Juan Pablo II en una de sus tres grandes enciclicas sociales, Sollicitudo Rei Socialis, ocasión en la que celebró el vigésimo aniversario de la encíclica Populorum progressio del papa Pablo VI, considerada marxismo recalentado en algunos ambientes financieros. La encíclica Laborem exercens, en la que más se reconoce el estilo wojtyliano, después de comenzar diciendo que el trabajo (y no el capital) es la clave , -y quizás la clave esencial de la cuestión social, precisa el papa- ofrece sugerentes concepciones sobre las instituciones macrosociales que si se profundizan harían palidecer a más de una sensibilidad socialista.
Algunas interpretaciones que parten de un condicionamiento cultural e incluso ideológico han mostrado a Karol Wojtyla como un hombre de orden y un amigo del capitalismo, pero Juan Pablo II no parece haber sido por lo visto, precisamente lo que se dice un conservador. ¿Fue entonces un progresista, un revolucionario? Creo que también sería esa una óptica equivocada. No hay aquí tampoco ningún bautismo de Marx, sino algo mucho más sencillo, pero también más profundo, como se observa hoy en Francisco: un regreso a la radicalidad evangélica. Como siempre, la desnuda realidad supera las vestiduras intelectuales de las ficciones constructivistas. Èl parece reflejar la paradoja de cierto dicho popular: ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario. Los grandes hombres superan las pequeñas etiquetas.