Pasó la década kirchnerista, y una de las huellas más profunda que dejó es en lo que respecta a Justicia y corrupción. No es ninguna novedad que las instituciones fallaron. Desde ya que no fue algo casual. En todo caso, fue una estrategia muy bien pergeñada. El Congreso de la Nación desvirtuó su rol y se convirtió en prácticamente una escribanía del Poder Ejecutivo, utilizada para dar legalidad a actos que carecían de legitimidad. Legisladores que reconocían a viva voz que, pese a no estar de acuerdo con las leyes que sancionaban, lo hacían por obediencia partidaria.
Las minorías fueron totalmente avasalladas. Los organismos de control tampoco funcionaron. Los pocos que pretendieron cumplir con su finalidad o fueron desarticulados o sus funcionarios terminaron desafectados. Pero el peor defecto que tuvo esta década fue la descomposición que sufrió el Poder Judicial. Apareció algo inédito en el país que fue la justicia militante. Por propia definición, justicia y militancia son conceptos antagónicos. Una procuradora militante, fiscales militantes que alentaban a los jueces a hacer política en sus sentencias y jueces partidarios resultaron la antítesis del equilibrio y la objetividad que requiere la labor judicial.
Al igual que lo sucedido en el ámbito del Poder Legislativo, aquí también se echó mano del Poder Judicial para dar apariencia de legalidad a actos ciertamente ilegítimos. Así hubo un sinfín de causas que involucraban a funcionarios o a empresarios vinculados al poder político que rápidamente fueron sobreseídas, desestimadas o archivadas, o sencillamente encajonadas. En este transcurrir hubo persecución y destituciones para aquellos jueces y fiscales que osaron cumplir con su deber. Todos saben a lo que me refiero. Sin embargo, para ser honestos, reconozcamos que esta Justicia militante fue el caldo ideal para dar lugar también a otros jueces que aprovecharon para lucrar con el poder económico. Jueces que se presentaban como probos luchando contra el poder político, hacían su negocio por detrás con sentencias que favorecían a distintos grupos económicos poderosos enfrentados con el poder político. Hay algún caso emblemático de algún tribunal que interviene y resuelve en causas donde el cónyuge de uno de sus integrantes es reconocido abogado de una de las partes.
Todo este desmoronamiento de la Justicia alimentó una sensación de impunidad que rápidamente se transformó en una realidad. No tiene sentido ponerme a enumerar los casos más emblemáticos, pues todos los conocen acabadamente. Sólo diré que el grado de corrupción al que hemos asistido es definitivamente alarmante. De la familia presidencial para abajo, le caben a funcionarios del más alto nivel todo tipo de denuncias; algunas, ciertamente muy graves, otras, escandalosas.
Con el nuevo Gobierno llega la hora de borrar esa huella. El país pide a gritos terminar con la impunidad y castigar la corrupción. La República Argentina necesita recuperar la confianza y el equilibrio en su Poder Judicial. Hay que terminar con los jueces subrogantes a medida, o con los fiscales militantes, o con los jueces y los fiscales que sencillamente no cumplen con sus deberes de funcionarios públicos. Ni que hablar de los corruptos. El Gobierno de Mauricio Macri debe dar señales claras y concretas al respecto. Debe comenzar por exigir lo más sencillo, que se aplique la ley. Es cierto que hay que modificar leyes; hay que otorgar mayor severidad a ciertos delitos que hacen a la corrupción del Estado. Hay que readecuar la prescripción para los delitos por corrupción para evitar que se los evada tan fácilmente. Hay que suprimir la “probation” para los casos de corrupción. Pero hasta tanto todo esto suceda, cuanto menos hay que exigir que se aplique la legislación vigente. Y castigar con juicio político al que no cumpla con los deberes del funcionario público o falle en la aplicación de la ley.
De cara a lo que viene, es fundamental que el nuevo Gobierno comprenda la importancia que tiene la recomposición judicial. En este orden, un paso importante en la lucha contra la corrupción, y un mensaje indubitado de la voluntad de dar combate a este flagelo, sería volver a otorgarle autarquía a la Fiscalía Nacional de Investigaciones Administrativas, aun cuando se la mantenga bajo la órbita del Ministerio Público, pero debidamente separada de la Procuración General de la Nación. La Fiscalía ha sido un organismo muy eficaz para investigar la corrupción del Estado. Hoy se encuentra totalmente desaprovechada y prácticamente sin actividad. Sería un buen comienzo, y por cierto muy accesible, volver a motorizar esta Fiscalía en aras de facilitar que se investigue la corrupción en el ámbito de la administración pública.