El acuerdo con Irán es absolutamente claro en una cuestión: la vaguedad tanto de su contenido como de sus objetivos. Y la presencia del canciller argentino en el Congreso no logró despejar las dudas que su articulado genera.
No se discute la buena voluntad del gobierno argentino ni la política de diálogo con Irán. Al contrario. El mundo cambió. La doctrina del choque de civilizaciones, que inspiró la guerra contra el terrorismo, mostró sus limitaciones en el nuevo escenario geopolítico. Entre ellas, haber sido diseñada sobre la base de la imposición de un pensamiento maniqueo según el cual el mundo se divide en países buenos y países “ejes del mal”. El diálogo cedió lugar a la fuerza, direccionada a través de prejuicios. La violencia no engendró más que violencia en una espiral sin fin.
Desde este punto de vista, es todo un posicionamiento ante el mundo reconocer el fracaso de la estrategia de la fuerza y priorizar el diálogo, reclamando un retorno a la diplomacia.
Pero ¿era éste el modo de avanzar respecto a la causa AMIA?
El acuerdo fue planteado por el gobierno argentino como un mecanismo para avanzar en la paralizada causa judicial que investiga el atentado contra la sede de la AMIA y, en especial, como una estrategia que permitiría interrogar a los cinco iraníes sobre quienes pesa una orden de captura de Interpol. Recordemos que se trata de personalidades altamente vinculadas al gobierno de Ahmanidejad, entre ellas, el ministro de Defensa, Ahmad Vahidi.
Aun si se presentaran ante las autoridades judiciales y éstas confirmaran las sospechas, ¿qué sucedería? No podrían ser extraditados porque no hay acuerdo que lo habilite. ¿Los entregarían a Intrerpol? ¿Irán los llevaría a prisión? ¿Qué impedirá que Irán actúe como lo ha hecho hasta ahora?
Sin embargo, uno de los puntos más cuestionables es la llamada Comisión de la Verdad que será integrada por cinco juristas internacionales con el fin de analizar toda la documentación presentada por las autoridades judiciales de ambos países. El propio acuerdo refiere que “los comisionados llevarán adelante una revisión detallada de la evidencia relativa a cada uno de los acusados”. ¿Acaso tendrá la Comisión la facultad de desestimar lo actuado hasta el momento por la Justicia argentina? Sería un claro retroceso a riesgo de tejer un manto de impunidad.
El Congreso argentino no puede aceptar la actuación de una comisión revisora sobre el poder judicial, sería inconstitucional y configuraría el delito de traición a la patria. A fin de cuentas, se trata de la concesión de la facultad de revisar lo actuado por la Justicia argentina. La propia denominación “Comisión de la Verdad” da lugar a confusión. ¿La Justicia argentina no es veraz?
Si la comisión hubiese sido asesora, orientada a garantizar que los interrogatorios se realicen conforme a derecho, estaríamos ante un avance. Pero, como vemos, no es el caso. ¿La Comisión será acaso una especie de tribunal internacional ad hoc? No se registran antecedentes en el mundo de tamaña concesión.
Aunque se tratara de una Comisión de la Verdad, la ONU ha afirmado que no reemplazan la necesidad de juicios y que hay que tener especial cuidado en su diseño. Para ello es fundamental aclarar una serie de cuestiones: plazos limitados, que la decisión sea fruto de un proceso amplio de consulta nacional (y no la imposición de una mayoría automática), una genuina voluntad política de búsqueda de la verdad, etc. Un sinfín de puntos pendientes y dudas para las que, lamentablemente, no tenemos respuesta.
La República Argentina sufrió dos atentados terroristas que a la fecha continúan impunes. La renuncia a la justicia es flagrante impunidad. Tal como está planteada en el proyecto enviado al Congreso, la comisión de la verdad parece ser, en suma, una concesión al olvido.