Por: Vladimir Kislinger
A principios de septiembre me tocó la nada agradable tarea de ver cómo mis padres despedían a su último hijo, el menor, con la simple esperanza de sentirlo seguro, de saberlo vivo en otras fronteras. Ya son miles de kilómetros los que separan físicamente a la familia, inclusive continentes. Los nietos ya hablan otros idiomas, tienen otros acentos y se despiertan a horas que obligan a sus abuelos a tener toda una logística para verlos virtualmente una que otra vez por semana, siempre y cuando la estatal CANTV se los permita, cosa que no sucede muy a menudo.
Nos convertimos a los trancazos en ciudadanos del mundo, porque estamos repartidos en cada rincón del planeta aún sin haberlo pedido, sin haberlo querido.
Cuando tengo oportunidad de conversar con colegas y amigos sobre el tema, siempre llegamos a la misma conclusión. El amor de la familia es tan grande que se está dispuesto a separarla, a desmembrarla, inclusive sin esperanzas del reencuentro, siempre y cuando el futuro se pinte mejor. El sacrificio es máximo, definitivamente.
Mis amigos cubanos reiteran lo que digo, con conocimiento de causa, puesto que muchos de ellos fueron quedándose sin familia, en la medida que el tiempo pasaba y se los arrancaba de la mano. Mucho peor, también se quedaron sin patria, porque el tiempo se detuvo, porque no fueron capaces de reaccionar, porque la negación se convirtió en su peor discapacidad.
En este punto es difícil no maldecir a los culpables, a los responsables de tal calamidad. Pero cuando quieres ponerle rostro a la desgracia, te das cuenta de que son muchos los factores y las personas que dañaron tu entorno. El peor de todos, para mí, ha sido el principio maquiavélico de “El fin justifica los medios”. De esta manera se llevaron por delante todo y a todos, por cuanto atropellaron la moralidad, asesinaron las buenas costumbres, secuestraron los sueños y el sentido de autosuperación, y le dieron la bienvenida a la pobreza, al miedo, a la violencia y la escasez. Ya no somos capaces ni de producir para nuestro propio consumo, ni de cuidar a nuestros padres e hijos, mucho menos de tener libertad, por cuanto la separaron de nosotros hace mucho, tanto que casi olvidamos cómo se siente, cómo se vive con ella.
Venezuela es el recuerdo de su gente buena. Es la esperanza de reconstruir nuestra identidad y de castigar severamente a los culpables de tal calamidad. Son los sueños que se fueron en las maletas de casi dos millones de personas que huyeron despavoridamente en menos de 5 años, y de los que se quedaron para sortear lo más difícil, vivir bajo un régimen autodestructivo, que castiga profundamente a las personas con sentido de superación, con sueños, con criterio propio y metas.
Mi país quedó discapacitado. Buena parte de su espíritu se fue junto a los cientos de miles de asesinados por una violencia sin sentido. Otro tanto se esfumó con los que emigraron y el resto se quedó encapsulado en los sueños de millones de venezolanos que, como un pacto de fe, se mantienen en el país, a quienes sin duda alguna admiro y respeto. Venezuela quedó discapacitada, pero como dice Calle 13, nuestro pueblo es “un pueblo sin piernas, pero que camina”.