Por: Yamil Santoro
Todos estuvimos alguna vez en un armario o en un closet. Estar en el closet no es sólo cuestión de tal o cual orientación sexual, sino de todos aquellos que tenemos una noticia difícil de transmitir o una verdad difícil de contar: un embarazo, una enfermedad, un fracaso profesional o académico, el malestar en la pareja, entre otras cosas.
No hace falta ser creyente para valorar la grandeza del último gesto del Papa Francisco. Ya en junio de este año había presentado el documento de trabajo para el Sínodo donde interpelaba a la Iglesia a abandonar su posición de juicio y se abriera a acompañar a la comunidad proponiendo, no imponiendo, un modelo de vida acorde a la voluntad de Dios. El instrumento de trabajo para el Sínodo resultó de un cuestionario que el Vaticano envió a los episcopados de todo el mundo con 39 preguntas para poder entender qué temas preocupaban hoy a las congregaciones en las distintas partes del mundo. Naturalmente surgieron cuestiones vinculadas a las familias “irregulares” (ensambladas, convivientes, singles, homosexuales), es decir todas aquellas que no se adecúan a la visión naturalista de la Curia Romana.
Tras el Sínodo los puntos relacionados a los homosexuales y a los divorciados no alcanzaron la mayoría especial de ⅔ necesaria para su aprobación pero obtuvieron una cantidad de votos superior a la mayoría simple. Que más de la mitad de los obispos haya estado dispuesto a votar en favor de una mirada misericordiosa hacia quienes no se adecúan a la norma tradicional habla de un cambio de época que, aunque todavía no tenga la fuerza suficiente para imponerse, ya se puede palpitar. La Iglesia salió de su closet del silencio y de los apriorismos absolutos para poner en discusión temas de actualidad que afectan a personas concretas en el presente. Quizás el resultado no haya sido el que algunos reformistas esperaban, pero la semilla del cambio ya se sembró.
Para entender por qué resulta insensato pretender un cambio radical e inmediato quizás convenga realizar una breve analogía entre la Ley Cristiana y la Ley Secular. Resulta que el dogma cristiano, al igual que cualquier otro dogma, se mantiene vivo a través de sus instituciones, de sus repeticiones, de sus gestos y para entender su evolución bien puede compararse la situación con la evolución del derecho constitucional. Después de todo, la Biblia es la Constitución de los cristianos.
Durante muchos años en el mundo jurídico se vivió con la pretensión o la aspiración de que se trataba de un sistema perfecto, cerrado, del cual sólo restaba derivar sus conclusiones. Se tomaba a la Constitución como la piedra fundamental estática a partir de la cual se podían conocer a priori lo Justo y lo Injusto, lo recto y lo desviado. Lo cierto es que con el tiempo se pasó a tener una visión dinámica de su texto que mutaba según las circunstancias históricas y políticas del momento. Esta visión dinámica de la constitución permitió a los juristas ir modernizando a partir de la interpretación circunstanciada el texto legal sin la necesidad de ir a una reforma constitucional. Siendo que la Biblia no se puede reformar parece ser que el método de actualización dinámica es la forma de ir adaptando al Dogma a los nuevos tiempos.
La Iglesia está cambiando. Que la mayoría de los Obispos no se haya mostrado asqueado por una mayor apertura nos indica que la composición de la Iglesia se ha alejado del conservadurismo. Recientes estudios de Inbar, Pizarro, Iyer y Haidt muestran que nuestra propensión a ser asqueados guarda relación con nuestra ideología política, nuestra forma de votar y la tolerancia al autoritarismo. Una iglesia menos repulsiva nos habla también de una Iglesia que probablemente se incline a encarar nuevos desafíos en otras áreas. Pero hay que ser pacientes.
Los cambios institucionales llevan tiempo. A veces hacen falta varios intentos fallidos para ir generando clima, para sembrar la duda, para ir provocando el cambio de época. La decisión del Vaticano de poner al divorcio y a las parejas homosexuales en debate implica haber salido del clóset. Confío en que no falta tanto para que la institución se modernice abandonando el espíritu inquisitivo para abordar con misericordia las diferencias.