Competitividad o el frustrante camino de la mediocridad

Alberto Schuster

En marzo de 2010, en ocasión del bicentenario, publiqué un artículo con el título “Competitividad o pobreza: la decisión del bicentenario”. Cuatro años han transcurrido y el desafío sigue vigente. Nuestro desempeño económico en los últimos cincuenta  años ha sido decepcionante y, en consecuencia, mas allá de algunos períodos de recuperación, nos hallamos inmersos en una continua declinación en nuestra prosperidad.

Tras la crisis financiera del 2008, el mundo se ha posicionado en una nueva realidad. El crecimiento económico en los países desarrollados se ubicará en niveles inferiores a los alcanzados previamente a la crisis. A pesar de las recientes desaceleraciones en las fenomenales tasas de crecimiento logradas por los países denominados “emergentes”, hay consenso que ellos siguen y seguirán contribuyendo en forma preponderante al crecimiento global. En el largo plazo, los desarrollados sufrirán las consecuencias del proceso de envejecimiento de sus poblaciones y las oportunidades se centrarán en los emergentes.

Este panorama sigue presentando para nuestro país una gran oportunidad. Ya hemos experimentado en la última década los beneficios de un contexto con altos niveles en nuestros términos del intercambio, alta demanda de nuestros productos de exportación y bajas tasas de interés. Si no hemos podido aprovecharlo más intensamente, como sí lo han hecho muchos de nuestros vecinos, es debido a desaciertos en el manejo económico, lo que nos han llevado a la necesidad de realizar los ajustes que se están llevando a cabo en estos días.

Las oportunidades que nos seguirá presentando el contexto internacional solo nos generarán mayor prosperidad en la medida que se materialicen, de manera sustentable, en tasas de crecimiento del PBI per cápita similares a las que conseguimos durante muchos años de la última década y con una mejora significativa en los niveles de equidad.

Hoy, el proceso inflacionario, la distorsión de los precios relativos, el déficit fiscal, las restricciones para tomar nuevo endeudamiento que pueda ser destinado a mejoras en la infraestructura, las menguadas reservas del Banco Central y la incertidumbre política, conspiran con la posibilidad de lograr mejoras en los niveles de inversión, productividad y de comercio exterior, condiciones necesarias para lograr altos niveles de crecimiento.

Para revertir la tendencia deberemos exportar e importar mucho más, incrementar el ahorro y la inversión y recrear el mercado de capitales. Ello, a su vez, tendrá su impacto positivo, en forma natural y sustentable, en el consumo. Todo nos lleva a la imperiosa necesidad de lograr mejoras drásticas en nuestra competitividad, bajo un concepto irrefutable: los países que logran para sus habitantes mayores niveles de prosperidad son aquellos que generan los más altos niveles de competitividad. En nuestro caso es también un hecho que mediante una relación causa-efecto nuestra competitividad ha sido históricamente tan decepcionante como nuestro desempeño económico.

¿Qué debemos entonces hacer para lograr esa mejora? Deberemos alcanzar mejoras significativas, sistemáticas y continuas en nuestros “factores de competitividad”. De esta manera generaremos las condiciones para que las empresas y nuestros emprendedores creen mucha más riqueza.

La gran mayoría de los países competitivos son “economías de mercado”; sus dos expresiones relevantes son: el “capitalismo de libre mercado” y el “capitalismo social de mercado”, en donde la diferencia radica en el grado de injerencia del Estado en la regulación de la economía. En cuanto al resultado, el producto bruto per cápita, no hay grandes diferencias de uno respecto del otro.

Nuestra idiosincrasia y concepciones actuales parece indicar que nos sentimos más cómodos con el modelo de capitalismo social de mercado y, en consecuencia, le seguiremos otorgando al Estado el “permiso” para esa injerencia; siendo así éste debe cumplir su mandato de manera efectiva y eficiente, lo cual es una tarea pendiente desde hace mucho tiempo.

Independientemente del modelo elegido, los países más competitivos presentan sistemas republicanos y democráticos, respeto a las libertades civiles, a los derechos de propiedad y a los contratos, bajos niveles de corrupción, estabilidad del marco jurídico, efectividad de la justicia, estabilidad macroeconómica, razonable (aunque menguada desde la crisis del 2008) apertura del comercio internacional, adecuada regulación de la inversiones, de la competencia en los mercados de bienes y servicios, de las finanzas y del trabajo. Asimismo aseguran niveles adecuados de infraestructura, redes de protección social, promocionan el emprendedorismo y la innovación, priorizan la educación y, con la notable excepción de los Estados Unidos, tienden a la equidad.

En cualquiera de estos modelos, los países más competitivos presentan por habitante los niveles más altos en el comercio exterior, en la inversión y en el mercado de capitales. Para lograr estos altos niveles consiguen altos niveles de productividad como resultado de su “virtuosidad” en los factores de competitividad.

Con foco en la competitividad el mundo es variopinto. Encontramos países que, con una gran cantidad de población son altamente competitivos, como Alemania, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña y Japón. Superan los 60 millones y muestran niveles de PBI per cápita de 44 mil dólares anuales. Tienen grandes mercados internos, altos niveles de comercio internacional y grandes mercados de capitales. Reciben inversiones e invierten en el resto del mundo.

Encontramos aquellos que, en términos relativos a los dos primeros, tienen poca población y son virtuosos en su competitividad. Es el caso de Australia, Austria, Bélgica, Canadá y Holanda, entre otros. Con una población de hasta 30 millones con niveles de PBI per cápita de 45 mil dólares anuales; su mercado es el mundo. Esa inserción en el mundo es la fuente de sus altos niveles de inversión, comercio exterior y de mercado de capitales.

Finalmente tenemos los países denominados “emergentes”. Brasil, China, Sudáfrica, India, Indonesia, México, Tailandia, Vietnam, entre otros; se caracterizan por tener poblaciones jóvenes y niveles de PBI per cápita de entre mil y 10 mil dólares anuales; en conjunto representan un mercado de mas de 3600 millones de habitantes. Por su cantidad de población y sus todavía bajos niveles de consumo representan grandes mercados, muchos de ellos con salarios bajos que los hacen ideales para la tercerización de producción y servicios para los países centrales. En los últimos quince años las inversiones se han direccionado masivamente hacia ellos.

Nuestro país no detenta una gran cantidad de población; con la notable excepción de la producción agropecuaria somos poco competitivos y presentamos una baja inserción en el mundo. En el estado actual, no recibiremos el efecto benéfico de las inversiones en general y las provenientes del exterior, en especial. A menos que comencemos a recorrer un trayecto progresivo y continuado de mejora en nuestra competitividad. Para ello es imprescindible generar un verdadero salto cualitativo. Un salto ¡no unos pasos! Necesitamos recrear la aspiración de desarrollo y enfocar a la competitividad como una “causa nacional”.

Deberemos mejorar drásticamente la calidad de los principales factores de competitividad: estabilidad del marco legal; independencia y calidad del sistema de justicia; respeto de los derechos de propiedad y del cumplimiento de los contratos; transparencia en la gestión y en el control del gobierno; funcionarios públicos capaces, honestos y bien remunerados;  igualdad de oportunidades para el trabajo y la educación; acceso a los mercados de capitales globales; crecimiento del sistema financiero y del mercado local de capitales; calidad de la infraestructura; calidad de los partidos políticos y confianza en los políticos; conducta ética; calidad de la articulación estado, asociaciones empresariales y la sociedad civil; y la facilidad que proveemos a los agentes económicos para desarrollar negocios.

Los políticos, los empresarios, los intelectuales y los dirigentes sociales y sindicales deberán encontrar las coincidencias básicas y necesarias para liderar el cambio y proponer “jugar el partido” de acuerdo con las reglas que hoy son aceptadas por la amplia mayoría de los países del planeta. Jugar a favor de la competitividad del país.

Debemos convencernos que seguimos teniendo una oportunidad y generar cambios que comiencen a dejar atrás mas de medio siglo de fracasos.  No es tarea de un gobierno, sino un desafío que descansa en los liderazgos de nuestra sociedad. Tenemos la materia prima para hacerlo: los argentinos todavía poseemos las virtudes para encarar nuestro futuro mejoramiento.

De otro modo estaremos destinados a recorrer recurrentemente el frustrante camino de la mediocridad.