Hoy se cumplen dos años del día en que el Cardenal argentino Jorge Bergoglio se convertía en el Papa Francisco. Y, además de la relevancia objetiva de ejercer un cargo con jurisdicción mundial, este segundo aniversario como máxima autoridad de la Iglesia Católica nos permite resaltar su condición de auténtico líder.
Se trata de un atributo que excede lo formal y que va más allá de la propia investidura: en muy poco tiempo, Francisco logró demostrar a escala global que cuenta con los atributos de un liderazgo excepcional a partir de su 1) imagen, 2) su personalidad, 3) su discurso, 4) su corporalidad y 5) su emocionalidad.
A través de sus acciones y sus palabras, estos cinco factores se amalgaman en forma armónica, coherente y potente, permitiendo la construcción de un liderazgo que ha logrado despertar admiración en millones de personas alrededor del mundo, incluso mucho más allá de la grey católica.
Francisco es, probablemente, la personalidad pública más querida del planeta y esto es porque ha cincelado el perfil de alguien que, ante todo, piensa y obra por y para el prójimo. Un prójimo a quien concibe integralmente, esto es en cuerpo y alma, con su razón y sus emociones.
A su sincera austeridad y bondad, debe agregarse su capacidad de dialogar y comunicar y sus decisiones dirigidas a que tanto el clero como la administración del Vaticano lleven adelante un modelo de conducción y gestión sujetos a los valores cristianos más esenciales, en donde la humildad, la honestidad y la transparencia deben ser irrenunciables principios rectores.
Su impronta ha generado un cambio revolucionario que, más allá de acciones y medidas concretas, se irradia en términos de percepción. La carga simbólica de su liderazgo no solo legitimó ante el mundo a “ese cura venido del fin del mundo”, sino que le permitió a la Iglesia recuperar frescura, credibilidad y reconocimiento.
Lo dicho nos permite llegar a una idea que es también una definición: Francisco ejerce un liderazgo transformador. Esto significa hablar de un estratega con una dinámica muy superior a la de su entorno que en oposición a cuidar un determinado statu quo propulsa cambios orientados a mejorar la actitud y el comportamiento de los integrantes de la Iglesia como condición indispensable para que los creyentes se sientan identificados no solo con su imagen y su prédica, sino también con la mística de la religión y los valores de la institución.
Con el ejemplo no duda en ponerse en un pie de igualdad con los más desposeídos y marginados, transmitiendo afecto, comprensión y una enorme motivación para salir adelante. De la mano de constantes iniciativas cargadas de emocionalidad y corporalidad también su palabra es acción ya que a través de su clara y firme dialéctica impulsa la transformación de las personas proponiendo que revisen, desarrollen y optimicen sus formas de ser y de estar en el mundo.
Con total naturalidad Francisco pregona romper con el conformismo convirtiéndonos en impulsores del cambio. En lo que constituye un rasgo central de su liderazgo transformacional, en solo dos años logró inculcar la idea de evitar la subordinación pasiva y el individualismo, impulsando la revitalización de un espíritu solidario, precursor y audaz. Un espíritu capaz de permitirnos elegir caminos propios, caminos nuevos; que nos encuentre bien predispuestos a trabajar para adelantarnos en el tiempo y no a quedarnos inmóviles imaginando que las cosas habrán de ocurrir por el mero hecho de esperar.