Hugo Chávez, Néstor Kirchner y Luis Inácio Lula Da Silva fueron emergentes de una forma de hacer política y gestionar el Estado que marcó un período de tiempo en la región. En términos generales, y más allá de algunos matices y grados, se los englobó dentro de la categoría típicamente latinoamericana denominada populismo.
Tal vez haya sido Lula quien, pese a su origen izquierdista y combativo puso mayor distancia respecto a las acciones que más identificaron este fenómeno. Sin embargo, para los medios de prensa brasileños y los sectores críticos del fundador del PT, la analogía con los otros líderes mencionados es directa. Pese a haber sido pragmático y moderado en su política interna, con logros en crecimiento del PBI y reducción de la pobreza, camino iniciado por su predecesor, Fernando Henrique Cardoso, en política exterior trabajó para posicionar a su país como un actor fuerte y en muchas ocasiones contestatario de las políticas llevadas adelante por los países centrales. Fue así como Brasil, durante su gobierno, se acercó a causas y líderes que poco tenían que ver con los países más democráticos y desarrollados.
En el caso de Chávez, a poco de andar, mostró un perfil típicamente populista, con un fuerte culto a la personalidad y que el periodista Andrés Oppenheimer calificó astutamente como narcisismo-leninismo.
El caso de Néstor Kirchner fue más progresivo, adaptado a los preconceptos argentinos. Habiendo aparecido en la política nacional por elección y descarte del ex presidente Duhalde cuando era un desconocido para la mayoría de los argentinos, forjó una primera etapa de gobierno donde la obsesión por su “libreta de almacenero” y la permanencia de algunos funcionarios del gobierno anterior lo contuvieron dentro de los cánones de cierta racionalidad económica. Tal vez su primer enfrentamiento público, en el que dejó entrever su afán voluntarista, se produjo con la petrolera Shell por una suba de precios en las naftas. Aquella apelación al escrache público fue uno de los primeros pasos hacia la adopción de políticas económicas e institucionales populistas que luego iría radicalizando durante su gobierno y posteriormente en el de su esposa.
En Brasil, Dilma Rousseff tiene el índice de popularidad más bajo de un presidente desde el regreso de la democracia en 1985. La recesión económica, que golpea duramente al hasta hace poco admirado país, sumados a las denuncias de corrupción que la acorralan a través de la mega causa conocida como Petrolao hacen prever que el juicio político está cerca. El Partido de los Trabajadores (PT) y sus militantes no parecen muy entusiasmados en el intento por sostener a la presidente, y ya consideran más que suficiente lo hecho en la defensa de los ajustes que debió encarar en los últimos años. Por el contrario, las fuerzas sí parecen estar puestas en apoyar al cada vez más complicado judicialmente Lula. Los análisis que sitúan lo hecho (o no hecho) por Da Silva, sobre todo en el último período de su segundo mandato, como el desencadenante de la crisis que debió enfrentar su sucesora, quedan simplemente para las discusiones entre los especialistas.
En Argentina, fue Cristina Kirchner quien se hizo cargo de continuar con un gobierno que pretendía alternar a ambos cónyuges en el poder y que el fallecimiento prematuro de Néstor impidió. Vale recordar que apenas asumida Cristina se topó con un hecho que marcó la historia del kirchnerismo: el conflicto con el campo. Esa rebelión del sector más dinámico de la economía ante una resolución que pretendía elevar las retenciones y que, según el actual embajador en los Estados Unidos Martín Lousteau, fue más moderada a raíz de su intervención como ministro de economía de esos años. Aquella fue la más clara muestra de la necesidad que ya tenía el gobierno de incrementar la presión fiscal para solventar el crecimiento del gasto público, el cual no se detendría jamás, con las consecuencias que ya todos conocemos y que aún sufrimos, la principal de ellas, la inflación.
En Venezuela, la irrupción de un militar golpista como Hugo Chávez, que rompió el sistema de partidos y generó una esperanza de cambios en un país que sufría de todos los males clásicos de los países latinoamericanos, le permitió avanzar de manera más veloz hacia su proyectado Socialismo del Siglo XXI. Impulsando y logrando una reforma constitucional apenas arribó al poder, rápidamente demostró su ambición de perpetuidad. Las políticas enfocadas hacia los más desposeídos le granjearon fuertes apoyos pero demostró con el correr del tiempo que sólo estaban apoyadas en sus enormes ingresos petroleros. Los problemas para su gobierno comenzaron mucho antes de su deceso, al punto que la oposición, diezmada, perseguida y bastardeada por el gobierno desde sus inicios logró poner en riesgo la supremacía chavista con un 44% de los votos en la elección presidencial de 2012 para Henrique Capriles. La inflación, la escasez de productos y una oposición que se hace fuerte ante problemas que Nicolás Maduro no tiene recursos para resolver, con un petróleo peleando por llegar a los U$D40 el barril (cuando llegó a estar casi en los U$D150 en el 2008) ponen en situación terminal el régimen chavista.
Habiendo desaparecido dos de los mandatarios mencionados y un tercero enfrentando graves problemas con la justicia, lo curioso es que los tres conservan aún una fuerte simpatía (o fanatismo según el caso) en un importante sector de la población. Pese al evidente fracaso de sus políticas, los prematuros decesos de Chávez y Kirchner, sumados a la posibilidad de que Lula Da Silva se convierta, según sus propias palabras, en ‘’héroe (encarcelado), mártir (muerto) o presidente (libre)’’ ponen a estos países en el riesgo de creer que, pese a las evidencias, las políticas de corte populista pueden funcionar si están en manos de los intérpretes apropiados.