A quién le habla Capitanich

Andrea Estrada

Y Jorge Capitanich llegó un día para explicarnos de manera “clara, contundente e indubitable”, las medidas del gobierno. Y se tomó la tarea tan a pecho que todo lo que cae en su esfera discursiva adquiere la forma de una minuciosa explicación. Es como un buen maestro que intenta reafirmar las características de una correcta explicación para lo cual relaja el tono de voz y acompaña lo pausado de su discurso con el movimiento circular de las manos. Es más, como si tuviera un pizarrón, siempre enumera con anticipación lo que va a decir y acompaña la exposición con lo que parece un esquema de contenido dividido en partes que se despliegan consecutivamente a lo largo de la explicación. Quiere que lo comprendamos bien, por eso aclara una y otra vez los conceptos con palabras como esto implica, de manera que, por lo tanto, en este sentido, etc., y como imagina que no entendemos casi nada, introduce constantes reformulaciones, es decir, nos repite lo mismo varias veces pero con distintas palabras.

Pero a pesar de que le pone toda la onda, Capitanich ha comenzado a darse cuenta de lo difícil que es explicar y últimamente, suele abandonar de tanto en tanto su rol de “explicador” para dedicarse a argumentar acusando por ejemplo a los empresarios de “acciones psicológicas de desestabilización permanente. “Qué piola –quizás piense– si argumentar es algo innato en el ser humano y no hace falta aprender sus mecanismos ni sus vericuetos discursivos”. Y tiene razón, porque cualquiera de nosotros puede argumentar para defender sus puntos de vista, y si no, pensemos en los adolescentes que con tal de salirse con la suya, pueden llegar a demostrar que las vacas vuelan. Por eso los políticos son tan buenos argumentadores, porque saben que poco importa lo que sucede en el mundo real, y que con las palabras es posible crear mundos paralelos, otras realidades, cuya verdad o falsedad solo responde a la lógica interna del propio discurso.

Pero como la misión de Capitanich es convencernos racionalmente con la explicación y no con la argumentación, él cree que para que lo entendamos, es suficiente con no valerse de “modelos ergonométricos ni de fórmulas matemáticas complejas”, y no se da cuenta de que en realidad “habla en difícil” y de que haciendo alarde de su prodigiosa memoria, abunda en tecnicismos y en cifras innecesarias.

En síntesis, sus explicaciones son actos absolutamente fallidos, en primer lugar, porque lo que intenta explicarnos queda invalidado por la realidad misma, pero además y sobre todo, porque no tiene claro a quién le está hablando, y en vez de comunicar las medidas del gobierno a su verdadera audiencia –los periodistas que lo escuchan cara a cara en las conferencias de prensa y la audiencia mediática, es decir, todo el país–, lo hace a un “nosotros” con el que inaugura cada frase y del que, obviamente, forma parte; es decir, que paradójicamente, le explica al propio gobierno lo que este le ha pedido que nos explicara a nosotros.

Por eso, esa tranquilidad pasmosa del maestro de alma que parece decir: “Soy capaz de explicar lo mismo cincuenta mil veces”, hasta el movimiento circular de las manos, el ladeo tenue de la cabeza y la concentración estrábica de sus ojos en trance –que no paran de explicar y explicar y explicar– no le sirven de mucho.