La designación del Defensor del Niño, otra promesa sin cumplir

Carla Carrizo

En Argentina, la sanción de la ley 26.061 de Protección Integral a la Infancia en 2005 fue celebrada en el Congreso Nacional como el inicio de una nueva época. Los diarios de sesiones así lo atestiguan. Si la historia de la infancia en el mundo y en Argentina había sido la del control, esta ley inauguraba la historia de la protección.

En efecto. Nada hasta fines del Siglo XX sugiere que la infancia fuera feliz. En Grecia y Roma hasta el Siglo IV el infanticidio era una costumbre permitida sobre los niños de uniones ilícitas, los hijos de “madres solteras” o prostitutas. De modo paulatino y hasta el Siglo XIII fue reemplazado por el abandono, práctica por la que se los ofrecía al cuidado de terceros, entre otros motivos relacionado con la creencia de que los niños “molestos” estaban poseídos por el demonio.

Así, en cada época, las concepciones de la infancia han guardado una estrecha relación con la sociedad que las establece: las convicciones religiosas integraron a los niños como soldados de las cruzadas; la revolución industrial y científica de los siglos XVII y XVIII dio origen a los niños aprendices y a los escolares. Alternativamente, el niño fue “malo” o “desperfecto por naturaleza” y necesitado de ser “redimido”, un “pequeño hombre incompleto”, una tabula rasa, en la que un educador podía inscribir sus aspiraciones. Para “modelarlos” como a una arcilla se legitimaba el castigo corporal. Recién con la Ilustración cedió el enfoque hostil hacia los niños, y con la necesidad de crecimiento de la pirámide poblacional, apareció la Pediatría y a fines del Siglo XX la Convención de los Derechos del Niño fue ratificada por 179 países, el nuestro incluido.

La ley 26.061 fue así una conquista. El niño ya no sería visto por el aparato del Estado y sus agentes como objeto de nadie sino como sujeto de derecho. Para su cumplimiento, los artículos 3, 47, 48 y 49 preveían la creación del “Defensor del Niño” entendiendo que sin un ámbito donde se puedan denunciar las violaciones u omisiones de particulares o del Estado los derechos enumerados serían letra muerta: habría ley pero no políticas. Lejos de aquella expectativa y a 9 años de su sanción, el Congreso no cumplió. No creó la comisión bicameral que debe designar el Defensor del Niño. Paradoja si las hay: la Casa de las Leyes, en infracción.

Se sabe que los niños no pueden constituirse en un “grupo de presión” para golpear las puertas del Congreso de la Nación. Las golpean madres que enfrentan al Estado en sus decisiones arbitrarias cuando tienen hijos/as que han sido abusados por su progenitor y el juez obliga a una re-vinculación; los medios cuando compiten por el ranking de la pantalla chica “Priscila, la niña de 7 años indocumentada asesinada por su madre en Berazategui”; “Una joven esclavizada 9 años con un mono y un perro”; o las asociaciones civiles con sus datos y su impotencia. Pero las puertas no se abren.

Según datos de la SENAF de 2011, el 57% de los casi 15.000 niños/as y adolescentes que están actualmente a cargo de agencias del Estado, ingresan por violencia familiar y el 46% de ellos por abuso sexual. En 2011 la Presidente solicitó al Congreso la sanción un nuevo régimen de adopción y la mayoría de la Presidenta lo votó pero se implementará a partir de 2016.

De acuerdo el informe presentado en septiembre por el Barómetro de la Deuda Social de la Infancia (UCA), en el período 2010-2013, el 58,7% de los niño/as en Argentina que residen en zonas urbanas experimentó algún tipo de privación moderada o severa en sus derechos, el 19,6% de ellos encuentra vulnerado su derecho a la alimentación –un 6,5% de manera severa-, el 47% vive en espacios con algún o varios problemas de contaminación ambiental, el 19% en condiciones de hacinamiento y el 17,5% en viviendas precarias.

Para la Presidenta, los senadores y diputados estos niños pueden esperar. Para los niños, niñas y adolescentes que tienen actualmente vulnerados sus derechos en el país, la certeza del escritor argentino Héctor Tizón (“a veces creo que sólo existimos en la infancia”) configura una tragedia y no una espera. No un recuerdo, un acto permanente. Un Defensor del Niño les hubiese ayudado a poder decírselos.