Por: Carla Carrizo
Por suerte, el domingo, además de la ciudadanía twitter (aquellos que tenían la tarea de blindar el tránsito de los candidatos durante el debate e instalar, apenas concluido, los resultados en la red) también estaban los disidentes (aquellos que, según Tomás Abraham en entrevista con Alejandro Fantino, más que defender o atacar, se permiten pensar). En la emblemática transmisión ellos escribían en la red cosas como: “Papa Francisco vs Boca”; “Un debate entre Lilita y Cristina”.
En suma, cuando el debate sirve a los candidatos pero no a los ciudadanos, no hay bien público, hay bien privado y es dudoso que con ese formato contribuya a la calidad institucional. Lo del domingo fue un excelente evento político, con ciudadanos participando incluso con récord televiso, pero como convidados detrás del enrejado. Suena antipático, pero hay que señalarlo. Es el rol que les tocó en el reparto. La pregunta es: ¿Probó el debate final que no era necesario una ley para realizarlos? No.
En la ecuación: sobró espectáculo y faltó política. ¿Son responsables de ese resultado los candidatos? Probablemente ¿Los grupos de interés que no son, necesariamente, sociedad civil? También. ¿Queremos que los debates sean una práctica que genere cultura democrática? Hablemos de por qué haciendo así es poco probable que este sea el caso.
El círculo gris. Fue el kirchnerismo el que, como ningún otro Gobierno desde 1983, instaló la idea de que hay actores sociales que se visten con el ropaje de la sociedad civil, pero que no son neutrales y ponen en jaque el poder democrático que debe gobernar para todos y no sólo para algunos. Con menos intensidad, pero en la línea de partida de un poder que se sabe vulnerable, y por ello víctima, primero fue Mauricio Macri, luego Sergio Massa y luego la dirigencia en general la que denominó a esta influencia con el nombre de un color que destaca por su visibilidad: círculo rojo.
En Estados Unidos, el pragmatismo evita eufemismos y, como los colores varían, tienen reglas. Los grupos de interés deben registrarse para poder influir. Este registro respeta un principio: el pueblo o la sociedad civil tiene derecho a saber quién defiende su interés. Porque no puede ser juez alguien que es parte, y a la inversa. Así, la neutralidad no se debe simular, se debe demostrar. Simple: ocultar influencias en democracia está mal, porque afecta el derecho de los demás. Por eso, si bien no hay ley que obligue a debatir, se regula quiénes pueden organizar un debate presidencial: asociaciones sin incompatibilidad de intereses con Gobiernos, partidos o candidatos. Porque, en caso de haberlos, rompe la neutralidad entre quienes organizan y protagonizan, es decir, entre quienes ponen las reglas y quienes deben cumplirlas.
El domingo no escuchamos sobre corrupción, cuestiones ambientales, impuesto a las ganancias y la lista puede seguir ampliándose. La organización corrió por cuenta de asociaciones que habitualmente se financian a través de contratos con el Estado. Es cierto, en Argentina ese registro no existe, ni está regulado el lobby. De haber existido, el primer debate presidencial en un ballotage competitivo habría sido organizado por actores distintos y, también, con otro formato.
Entonces, no es que la construcción de una práctica del debate en Argentina implicaba, necesariamente, comenzar con la regla: “Cuidar a los candidatos tanto como sea necesario, incluso al límite de que ese cuidado implique violar el derecho a informarse de los ciudadanos”. Comenzamos con ese exceso de cuidado, porque entre organizadores y candidatos no se pudo lograr, esta primera vez, la neutralidad que necesita un debate para crear cultura democrática.
Fue un excelente evento para equipos de campaña, medios de comunicación y público interesado: el lobbysmo democrático en acción. Y eso hay que destacarlo. Pero otra cosa es creer que así son los debates presidenciales. No era necesario remontarse a los sesenta para comenzar: ¿John Kennedy frente a Richard Nixon? No son hoy así en Estados Unidos ni en Brasil. En Estados Unidos, si un candidato no contesta lo que se le pregunta, el moderador lo invita, amable pero incisivamente, a responder y no a evadir. En Brasil, los candidatos respondieron 70 preguntas de ciudadanos indecisos y el tema clave en la lista fue la corrupción. Hoy es el que más afecta la legitimidad de la presidente Dilma Rousseff. Para ellos, la corrupción era y es central. En Argentina, no lo sabremos hasta una nueva ronda electoral, posterior a 2015.
Corolario: acompaña la cultura del elitismo democrático en el país no sólo el círculo rojo que denuncian sus víctimas, sino el difuso círculo gris que el domingo no ayudó a reflejar lo que importa en esta elección presidencial, la incidencia de un electorado exigente en Argentina. Que en las elecciones de 2015 viene sorprendiendo a expertos de todos los círculos. ¿Leyes? Sí, tal vez comenzar con la de los grupos de interés para que los debates, si queremos garantizar pisos mínimos de información, sean un espacio real de poder para la sociedad civil, el pueblo o el ciudadano que no tiene otro modo de influir. Sólo así podremos experimentar la diferencia entre poder democrático, transmitido por televisión y, además, espectáculo.