¿Brota, finalmente, la primavera latinoamericana? Tal vez. Hay síntomas. La duda la consignó Antonio Machado en sus Canciones: “La primavera ha venido, nadie sabe cómo ha sido”.
Todas las primaveras son diferentes. La del este de Europa, en la segunda mitad de los ochenta, fue posible porque los astros se alinearon sorpresivamente bajo un firmamento de hastío absoluto con el socialismo real, hundido en el fracaso económico y en el descrédito político. Fue el instante glorioso de Vaclav Havel, Lech Walesa, Ronald Reagan, Juan Pablo II, Andrei Sakharov y, sobre todo, de Mikhail Gorbachev, iluso y melancólico enterrador de aquel mundillo siniestro forjado por el KGB y el ejército rojo.
La árabe fue más reciente y se frustró. En 2010, en Túnez, un joven vendedor callejero, Mohamed Bouazizi, desesperado por las extorsiones de la Policía, que le negaba los permisos y lo acosaba, se dio candela “a lo bonzo” para protestar contra las arbitrariedades de la vieja dictadura de Zine al-Abidine Ben Ali, un militar de la corriente castrense del islamismo secular que había inventado Kemal Atatürk en Turquía hacía muchas décadas.
La llamarada muy pronto se extendió a Egipto, Libia, Siria y Yemen. Parecía que en el mundo árabe cuajaba el deseo de establecer regímenes de corte occidental, pero no era cierto. Lo que existía, realmente, era la voluntad de ponerles fin a unas tiranías militares corruptas e incompetentes que mantenían en la pobreza a una parte sustancial de la población. Al pueblo no le importaba sustituirlas por curacas procedentes del islamismo radical que impusieran la sharía y embutieran a las mujeres en burkas que impidieran la lujuriosa exhibición del rostro.
¿Cuáles son esos síntomas que nos permiten hablar del surgimiento de una primavera latinoamericana? Hay, por lo menos tres.
Primero, tímidamente, en octubre, los guatemaltecos optaron en las urnas por un actor de centroderecha, sin experiencia política, Jimmy Morales, antes que por Sandra Torres, una señora procedente de la izquierda. El lema de Morales era sencillo y contundente: “Ni corrupto ni ladrón”. Con esa promesa, duplicó la votación de Torres. Morales no prometía hacer una revolución, sino volver a las raíces republicanas, buena gerencia, honradez, mercado y combatir la pobreza liberando la energía productiva del país.
En noviembre le tocó el turno a Mauricio Macri en Argentina, otro político de centroderecha. Hizo algo que unos meses antes parecía imposible: derrotó al peronismo en su variante kirchnerista, aunque su contrincante, Daniel Scioli, tal vez era la cara más presentable de esa corriente, porque, en el fondo, resultaba ajeno a ella. Macri también prometió buen Gobierno, sosiego, menos populismo, menos clientelismo y, muy especialmente, luchar contra la corrupción y el narcotráfico.
El tercer síntoma de la primavera latinoamericana fueron las elecciones parciales del 6 de diciembre en Venezuela. La oposición democrática logró controlar los dos tercios de la Asamblea Nacional, con lo cual podrá frenar la deriva totalitaria del chavismo y comenzar a recuperar al país tras diecisiete años de estupideces y atropellos.
Los electores castigaron a Nicolás Maduro por el desabastecimiento atroz, por la más alta inflación del planeta, por la violencia asesina que ha convertido al país en un matadero, por la corrupción sin límites, por la patética ignorancia de un presidente que trina y es capaz de hablar con los pájaros, pero no con las personas, porque tiene su cabecita llena de millonas de penes y peces incontrolables, como si estrenara una variante cómica del síndrome de Tourette.
¿Qué son, en definitiva, las primaveras? Son fenómenos políticos que trascienden las fronteras. Es el nombre poético de la teoría del dominó, que postulaba que los países se comunicaban las sacudidas unos a otros, como fichas que iban cayendo por la acción y el peso de la anterior.
La primavera latinoamericana se sustenta en el rechazo a la corrupción, como se ha visto en los tres países mencionados, y como se observa en Brasil y Chile. Se deja ver en la convicción de que el populismo, con las constantes violaciones de la ley, con el gasto público elevado, el clientelismo asistencialista, la demagogia constante y ese obsceno lenguaje radical antimercado, antiamericano y antioccidental, conduce al desbarajuste económico, catástrofe que invariablemente desemboca en el ajuste doloroso.
América Latina está cansada de la cháchara incendiaria del Foro de San Pablo, de las locuras devastadoras del socialismo del siglo XXI y de la secta de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) lanzada por Hugo Chávez y financiada por los petrodólares de los venezolanos.
Esta primavera arrastrará a Evo Morales y a su antirrepublicano invento plurinacional, al experimento ecuatoriano de Rafael Correa, al neosomocismo sandinista de Daniel Ortega y dejará a Cuba íngrima, más sola que la una, consumiéndose en la pobreza, mientras van desapareciendo los líderes que hicieron posible esa crudelísima manera de mortificar a los seres humanos.
Es la hora de la sensatez. Esta vez sí se sabe cómo ha venido la primavera.