Por: Carlos Mira
La indisimulada embestida contra la Corte no por obvia parece tener impacto en la sociedad, al menos de una manera electoralmente decisiva o que implique un impacto en la imagen del Gobierno o de la propia presidente. Parecería que el grueso de la cuidadanía no ha alcanzado a comprender aun que una administración con poder discrecional sobre las tres jurisdicciones del Estado es en su propio perjuicio y solo en beneficio de los que mandan.
La figura del Dr. Carlos Fayt ha sido la elegida para ensayar un copamiento a como dé lugar del más alto tribunal del país. Se trata del asalto final a lo que queda como estructura semi-independiente destinada a proteger los derechos civiles contra el poder arbitrario. Parece mentira que gran parte de la gente no entienda que ese mecanismo constitucional (que el Gobierno quiere demoler) ha sido diseñado en su beneficio y para limitar el poder avasallante del presidente y de un eventual Congreso dominado por una sola fuerza.
Los constituyentes hace 162 años fueron tan inteligentes que previeron que podía pasar lo que está pasando ahora. O fueron tan observadores que quisieron evitar otro episodio como el de la dictadura rosista.
Pero parecería que una indómita fuerza idiosincrática lleva a la sociedad a caer naturalmente en estos aluviones populistas y antidemocráticos, bajo el velo, justamente, de que esa marea sin límites que todo lo atropella es la mejor definición de la democracia.
El argumento utilizado hasta ahora contra Fayt es su salud psicofísica; crear la duda de si un hombre de 97 años está en condiciones de seguir entendiendo los mecanismos de la Constitución y si cumple con la condición de idoneidad para el ejercicio del cargo
No tengo pruebas de cómo se encuentra el juez Fayt desde ese punto de vista porque no lo veo desde hace 25 años. Más allá de que son incontables los casos de lucidez –y hasta de brillantez- intelectual en gente de edad avanzada, lo que sí parece indubitable es que es nada más y nada menos que la Presidente la que ignora por completo el diseño de la letra y, sobre todo, del espíritu constitucional.
La semana pasada, en respuesta a lo que había dicho el presidente de la Corte, el Dr Ricardo Lorenzetti, en el sentido de que la misión del Poder Judicial en general y de la Corte en particular es limitar el poder de los otros dos poderes a través del control de constitucionalidad de las leyes, la Presidente dijo textualmente: “el único control es el del pueblo”.
Pocas frases pueden condensar en siete palabras una aberración tan contundente. Resulta francamente grave que la jefa de Estado trasunte semejante nivel de desconocimiento acerca de cómo funciona el sistema republicano organizado por la Constitución. Si hay algo que los constituyentes quisieron evitar fue justamente el “llamado control por el pueblo”.
La razón es muy sencilla de comprender. “El pueblo” como ente controlador no existe: no tiene una organización jurídica, no tiene procedimientos y tampoco tiene el ejercicio monopólico de la coacción. Por lo tanto la frase “el único control es el del pueblo”, no es más que un desiderátum populista. Siguiendo ese criterio también podríamos -como reemplazamos el control de constitucionalidad ejercido por la Justicia por un control único ejercido por el “pueblo”- reemplazar las cárceles convencionales por “cárceles del pueblo” como las que usaban, justamente, las organizaciones criminales de los 70 que, en la terminología de la Constitución “se arrogaban la representación del pueblo”
De todos modos, la Presidente no es la responsable última de estas inconsistencias graves con la libertad. Ella cumple con el perfecto manual del demagogo populista endulzando los oídos de la gente que parece idiotizarse cuando escucha la palabra “pueblo”. Ella conoce perfectamente cuáles son sus limitaciones, aquellas cosas que no puede hacer y por qué no podría hacerlas. Pero también sabe que eso no le conviene a sus intereses y a sus objetivos de ir por todo, entonces se ha propuesto testear la convicción libertaria de la sociedad. Y ese examen le está dando bien. Estira y estira la soga del poder y los argentinos siguen adormecidos, embobados con alguien que les dice que “ellos” tienen el control, que no tiene de qué preocuparse porque ella está allí para defender la “voluntad popular” contra los poderes oligárquicos y concentrados.
La Constitución quería otra cosa: quería investirnos de derechos inviolables para que, con su ejercicio, las decisiones de nuestras vidas las tomemos nosotros. Para garantizarnos esos derechos puso a nuestra disposición un Poder Judicial encargado de decirle al Gobierno: “Señor, no puede traspasar esta línea”. Pero a nosotros nos ha resultado más cómodo vivir como soldados.