Por: Carlos Mira
Durante doce años la sociedad argentina se bancó una monumental mentira que invadió casi todos los rincones de la realidad y sobe la que se construyó una realidad paralela, virtual, completamente mentirosa respecto de lo que ocurría realmente, que tuvo el enorme efecto de un narcótico generalizado que hipnotizó a una mayoría decisiva de argentinos.
Bajo los influjos de ese estupefaciente nació una generación de zombies que siguió, poco menos que ciegamente, un proyecto cuyo único objetivo consistía en el saqueo del Tesoro Público.
El relato se apoyó, básicamente, en dos sostenes fundamentales: una épica revolucionaria, populista, nacionalista, divisoria y antioccidental; y una lluvia de mensajes a repetición que llenaba el espacio público con supuestos logros que solo aparecían en estadísticas falseadas, en obras que nunca se hacían, y en un copamiento visual constante que no ahorró cadenas nacionales, la construcción de un aparato paraestatal de propaganda fondeado con dinero de todos y una irresponsable emisión monetaria que depreció la moneda local hasta convertir a su billete de máxima denominación en el equivalente a cinco dólares.
Toda esta infernal maquinaria tenía como objeto mantener una mentira; a poco que se retirara la polvorienta superficie poblada de palabras huecas y de histrionismos baratos, no se encontraba nada, solo robo y corrupción.
Sin embargo el modelo no solo funcionó, sino que concitó el 48 por ciento de apoyo electoral en las elecciones de noviembre del año pasado.
Este dato da la pauta de que a una enorme porción de la sociedad le gusta el verso; más allá de que viva como el traste, esté colgada de un plan y su trabajo solo consista en precariedades, sigue adorando el mito del Estado salvador y de personas que pueden confundirse con la mismísima Patria. Se trata del mismo sustrato que uno encuentra en las sectas: una irracionalidad tras otra que, sin embargo, producen un fenómeno muy real y contra el que es difícil luchar porque en la mayoría de los casos viene acompañado de una dosis de fanatismo que no entiende razones.
Esta es la naturaleza, nos guste o no, que habita en las creencias y en la idiosincrasia de una parte importante del pueblo argentino.
Frente a esta verificación nos encontramos con lo que sucedió en noviembre: la mayoría cambió de bando y, por escaso margen, retiró del gobierno a los encantadores de serpientes y colocó allí a gente con un discurso diferente; a gente que cree que su principal misión en el gobierno es generar las condiciones socioeconómicas necesarias para que cada uno salga adelante por sí mismo y no por la ayuda asistencialista del Estado. Se trata de un cambio enorme. Es el choque de dos mundos completamente incompatibles.
Producido el cambio político, es natural que, quien ganó, saque la rápida conclusión de que lo hizo porque la sociedad entendió su mensaje, cambió de verdad y está dispuesta a emprender esta nueva manera de vivir que consiste en encarar la vida con un plan propio (básicamente fundado en las aspiraciones y en los gustos personales y no en aguantar lo que otro o las circunstancias de la vida dispongan), en ser responsable por los actos y las decisiones propias y en dar por sentado que el gobierno debe ser concebido no como un dador de soluciones llave en mano, sino como un removedor de obstáculos para que cada uno nos demos a nosotros mismos las soluciones que más nos plazcan.
La pregunta entonces es: ¿de verdad la sociedad produjo ese cambio? ¿El resultado electoral fue la consecuencia de que la sociedad cambió el chip y quiere ir hacia esa vida autónoma e individualmente responsable?
Una primera aproximación de respuesta nos la da el propio resultado de las elecciones: 52 a 48. Evidentemente no estamos aquí ante un escenario claro de cambio. Podría decirse incluso que dentro de la nueva mayoría hay mucha gente que votó a Cambiemos porque estaba harta de los Kirchner, de tanta impunidad, de tanto relajo, de tanta corrupción obscena y de tanta soberbia prepotente. Pero puestos esos extremos a salvo, mucha de esa gente sigue compartiendo la concepción paternalista de la vida según la cual cada uno de nosotros debe aspirar a recibir una vida resuelta y no simplemente las herramientas para que cada uno la resuelva solo.
Por lo tanto a medida que Mauricio Macri (probablemente convencido de que en la Argentina finalmente se produjo aquel click mágico) avance hacia el alumbramiento de un nuevo contrato social en el que cada argentino debe ser el artífice de su propio destino, con independencia de los planes que el Estado tenga para él, es posible que aparezcan resistencias culturales a esa pretensión porque ella desafía seriamente los cimientos de una estructura de pensamiento que ha dominado el subconsciente y el sentido común medio de la sociedad durante los últimos 60 años.
Y es aquí en donde se plantea entonces el imperio de una paradoja tal vez inmensamente cínica pero que vale la pena ensayar sabiendo que es para bien de todos y para el bien de la Argentina como proyecto en este mundo. Después de todo si las herramientas que vamos a sugerir aquí se usaron con éxito para hacer el mal, para dar nacimiento a una casta de privilegiados que nos esquilmó y nos dejó en la miseria; si sirvieron para aislar a la Argentina hasta convertirla en un rincón oscuro y muchas veces innombrable en el concierto internacional, ¿por qué no intentarlas por las buenas razones, por los buenos motivos, por el bien, por un futuro mejor?
Me dirán ¿acaso sugiere que las herramientas que se usaron para hacer el mal se usen para hacer el bien?, ¿y parte del mal no eran las propias herramientas? Veamos…
Empecemos por el llamado “relato”. Si hubo un relato de la mentira, ¿por qué no puede haber un relato de la verdad? El gobierno parece animado por la idea de que la gente “se dará cuenta sola de lo que hacemos bien”. No, muchachos. No es así: hay que repiquetear constantemente con los logros y sus consecuencias. Va un ejemplo: la salida del default después de casi 15 años pasó desapercibida; quedó sepultada por Báez, Chueco y por Cristina Fernández reunida con intendentes del FpV. ¡Es increíble! ¡No se puede regalar la cancha así! ¡Y menos a un conjunto de sucios que no dudarán un instante en tergiversar los hechos para salirse con la suya!
Otro ejemplo. El Presidente dio a conocer un paquete de medidas tendientes a aliviar la situación económica de más de 10 millones de argentinos, con diferentes paliativos que tienen que ser temporales pero que en este momento son muy importantes. ¿Cuándo lo hizo? ¡Un sábado a la mañana! ¿Pero quién los aconseja? ¿El enemigo?
Esto debe cambiar. Es imprescindible que un equipo profesional que conozca a la perfección la idiosincrasia nacional se haga cargo de la situación y diseñe un plan comunicacional para que, desde la palabra, le gente escuche lo que necesita escuchar AL MISMO TIEMPO QUE, POR OTRO LADO, se van haciendo las cosas para que esa misma gente vaya advirtiendo las ventajas de vivir de acuerdo al otro modelo: al que la invita a diseñar su vida y a intentar concretarla por sí misma.
La imagen que mejor refleja esta idea es la de tomar a cada uno de la mano porque estoy convencido que es mejor que cada uno camine solo. Este es el imperio de la paradoja al que me refería más arriba.
¿Pero cómo voy a tomar a cada uno de la mano si lo que creo –justamente- es que es mejor (antes que nada para él mismo) que camine solo? Porque si creo que de repente ese ser humano acostumbrado poco menos a que le den de comer en la boca, cambió diametralmente y ahora quiere comerse el mundo por sí mismo, me voy a equivocar.
Hay que construir un relato libertario para que el gobierno pueda demostrar en el escenario preferido de los argentinos -la calle- que su concepción del mundo y de la vida cuenta con el apoyo de una mayoría decisiva de la sociedad. Si se cede ese terreno bajo argumentos tales como “la gente se va a dar cuenta sola”; “no perdamos energía en eso”, etcétera, etcétera, va a llegar un momento en que nos vamos a dar cuenta de que perdimos el objetivo porque desdeñamos y subvaluamos lo que puede ser un mensaje inteligente y cautivador.
Los argentinos prefieren ser seducidos por las palabras antes que por los hechos. Alguien urgentemente debe darse cuenta de eso en el gobierno. Si de todos modos Cambiemos sabe que lo anima la buena leche de no entregar solo palabras sino también hechos, ¿por qué renunciar a las palabras? Si medio país cayó narcotizado por un proyecto que no tenía más que verso y sanata, ¿por qué no agregarle al eficientismo de los hechos, la humanidad de las palabras? Sería muy estúpido que esta oportunidad se perdiera porque nadie supo desentrañar como conquistarnos.
El kirchnerismo demostró que supo advertir unas cuantas cosas que nos gustan a los argentinos. Las puso en práctica y enamoró a millones que le permitieron robar y saquear al Estado para beneficio propio. ¿No será posible que alguien indague sobre esos gustos y los use inteligentemente para hacer de la Argentina y de los argentinos algo mejor? Estoy de acuerdo en que lo que nos gusta es, justamente, lo que tenemos que cambiar. Pero… ¿quién dijo que esto iba a ser fácil? Lo único que no puede hacerse es subestimar el inconsciente. Imperiosamente hay que encontrar una manera para que, usándolo, alumbremos un país nuevo y una vida mejor.