La seguridad es la primera de las libertades. El primer derecho humano. Porque nada tiene sentido si se puede perder la vida en cualquier momento a manos de delincuentes que no tienen temor alguno porque saben que gozan de casi total impunidad. Porque se trata de nuestras vidas, la seguridad debe ser la primera política de Estado. Sin embargo, una serie de preconceptos y anteojeras ideológicas impide formular y aplicar una estrategia integral contra el delito y deja a los argentinos en manos del azar. Repasemos estos prejuicios. Toda persona que infringe la ley tiene motivaciones sociales: es el primer precepto de una postura que podríamos llamar “angelical” frente al delito y que explica en buena medida la inacción en materia de represión de la criminalidad. Para el espectro político progresista, el delincuente siempre es alguien a quien la sociedad no le dio oportunidades. Merece toda la consideración y, de hecho, la obtiene. Es una víctima antes que un victimario. Se siente tanta o más compasión por el delincuente que por quien perdió sus bienes, su salud o su vida en un hecho criminal. Los índices del delito bajarán automáticamente cuando mejoren los de la economía. Esta idea deriva de la anterior. Puesto que el delito tiene raíz social, desaparecida la causa, desaparecerá la consecuencia. Para desmentir esto basta con observar la realidad nacional y continental. Argentina viene creciendo a “tasas chinas” desde hace una década. América Latina es uno de los continentes que más prosperidad han experimentado en ese período pero exhibe los mayores índices de criminalidad y violencia delictiva del mundo. Que el delito, como el auge de la droga, pueda prosperar más fácilmente en sociedades marcadas por la desigualdad económica es una cosa. Que esto exima a las autoridades de combatir estos flagelos es otra. Si no, la explicación “sociológica” se convierte en excusa, tanto para el delincuente como para la inacción de los poderes del Estado. La cárcel no rehabilita. Puede ser cierto en muchos casos. Pero en vez de reformar los penitenciarios, se busca evitar que los delincuentes queden tras las rejas. Un síntoma de esto son las crecientes facilidades para otorgar excarcelaciones, sancionadas por diferentes instancias judiciales en los últimos tiempos. La Policía no es confiable. Al igual que respecto a las cárceles, en vez de mejorar la formación, el equipamiento y, sobre todo, la conducción política de este cuerpo, se renuncia a apelar a él. Desde el momento en que se justifica al delincuente, la represión está deslegitimada y la Policía es sospechada y desvalorizada. La seguridad es una reivindicación de ricos. El progresismo finge desconocer que las primeras víctimas de la violencia criminal son los pobres, los más humildes. Contrariamente a una imagen casi idílica del delincuente como un justiciero social, un Robin Hood que roba a los ricos, el delito en nuestro país golpea en primer término a los jubilados con sus modestos ahorros, a los usuarios de los servicios públicos, a los pequeños comerciantes, a los habitantes de los barrios más modestos, etcétera. Las medidas de seguridad son de derecha. El progresismo reacciona siempre etiquetando de reaccionaria la reivindicación de más seguridad, como si una política de represión del delito implicase la violación a los derechos humanos y no su protección. Toda medida de refuerzo de la ley y el orden es vista como un atentado a la libertad, como si la primera de las libertades no fuese la seguridad. La indefensión en la cual nos dejan estas concepciones hace que viajar, trabajar, ir a la escuela, salir de compras, volver a casa o conducir un automóvil se hayan vuelto actividades de riesgo. La solución a esta crisis de inseguridad no es sencilla. Requiere de la articulación del trabajo de los tres poderes del Estado y de todas las instituciones involucradas. Pero nada podrá hacerse si no se coloca la preservación de la vida de las personas en el centro de la preocupación pública. Y tampoco nada se hará si primero no se superan los escollos ideológicos que, en otro contexto, podrían ser materia de un debate de intelectuales; en la situación actual, el “diletantismo” en la materia implica un tributo en vidas humanas tan descomunal como innecesario.