“La experiencia de nuestra revolución me ha demostrado que jamás se puede mandar con más seguridad a los pueblos, que los dos primeros años después de una gran crisis”, escribió el general en abril de 1829 a Tomás Guido, en una carta que revela un episodio no demasiado conocido de su trayectoria, cuando una Buenos Aires convulsionada quiso someterse a su arbitrio. A principios de aquel año, San Martín -exiliado desde 1824 en Europa- hizo un único y fallido intento de regresar a Buenos Aires. Ya en aguas porteñas, y al enterarse de que la anarquía y la guerra civil habían vuelto a encender las pasiones que años antes lo llevaron a abandonar el escenario de sus hazañas, decidió no desembarcar y volver lo antes posible a Bélgica donde residía por aquel entonces. Recaló entretanto en la Banda Oriental, donde recibió –entre muchas otras- la visita de dos emisarios del general Lavalle que, acorralado por el aislamiento político en que lo colocó su rol en el derrocamiento y fusilamiento del gobernador de Buenos Aires, Manuel Dorrego, le pedía auxilio y le ofrecía hacerse cargo del gobierno de las Provincias Unidas. San Martín no aceptó. Semanas más tarde, todavía desde Montevideo, le escribió una carta a su íntimo amigo Tomás Guido para explicarle las razones de su negativa a desembarcar en Buenos Aires. Es allí donde le expone su teoría de que, contrariamente a lo que podría pensarse, no existe momento más fácil para mandar a un pueblo que aquel posterior a una gran crisis, porque las energías colectivas están agotadas y las almas sólo anhelan tranquilidad. Un país no puede vivir en la agitación y la anarquía permanentes, en la anomia y el caos, y cuando esas condiciones se prolongan, como había sucedido en las provincias rioplatenses tras la revolución de Mayo, el clamor por el orden se masifica y hay disposición a aceptarlo y hasta a tolerar todos los abusos de la autoridad. “Los hombres que ven sus fortunas al borde del precipicio, y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre”, dice San Martín, claman “por un gobierno vigoroso, en una palabra: militar”. Pero tras ese diagnóstico, formula una advertencia. Que se está también ante un momento propicio para “engañar a ese heroico pero desgraciado pueblo, como lo han hecho unos cuantos demagogos que, con sus locas teorías, lo han precipitado en los males que lo afligen” (ver otros pasajes de la carta al pie de esta nota). Esta no era la primera vez que el general se encontraba ante la posibilidad de ejercer el poder supremo en condiciones de excepcionalidad que le hubieran permitido toda la arbitrariedad y concentración de mando. Su nombre fue invocado para el cargo de Director Supremo de las Provincias Unidas luego de sus triunfos en Chile, en 1818. También en Santiago pudo asumir la jefatura del incipiente Estado pero declinó la oferta en favor de su amigo y camarada de armas Bernardo de O’Higgins. Solamente en el Perú ejerció la titularidad del poder ejecutivo de modo provisional y hasta tanto estuviesen dadas las condiciones para la convocatoria de un congreso constituyente e incluso adelantó esa instancia y su retiro del cargo cuando comprendió que Simón Bolívar recelaba de su presencia y no deseaba compartir con él el protagonismo de las últimas jornadas de la guerra por la independencia sudamericana. En concreto, San Martín se negó sistemáticamente a sacar ventaja del vacío de poder que generan las revoluciones y las crisis para imponer condiciones arbitrarias de gobierno y concentrar poder unipersonal. Lamentablemente, muchos de nuestros historiadores nos han legado la imagen de un genio de la estrategia militar ignorando, cuando no desmereciendo, los aspectos políticos de su trayectoria y de su pensamiento, que han permanecido poco estudiados y menos conocidos aun por el gran público. Sin embargo, están llenos de gestos de inmenso valor emblemático porque se inspiran en principios que pierden vigencia. Son pocos los casos en la historia -argentina, americana y mundial- de generales victoriosos que se han resistido a la tentación de la suma del poder público. Y son pocos en la actualidad los casos de dirigentes que aceptan sin más la provisionalidad de sus mandatos y los marcos legales que los limitan. Esa clase de renunciamiento no es para cualquiera, evidentemente. Porque, como dijo el propio general San Martín, “si hay victoria en vencer al enemigo, la hay mayor cuando el hombre se vence a sí mismo”. Extractos de la carta de San Martín a Guido Señor don Tomás Guido Montevideo y abril 6 de 1829 (…) Dije a V. en mi anterior que en el caso de regresar a Europa no lo verificaría sin exponer las razones que me impulsaban a dar este paso y por este medio satisfacer a V. y al corto número de mis amigos: este caso es llegado y paso a cumplir mi promesa. (…..) Las agitaciones de 19 años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido y más que todo, las difíciles circunstancias en que se halla en el día nuestro país, hacen clamar a lo general de los hombres que ven sus fortunas al borde del precipicio, y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre no por un cambio en los principios que nos rigen y que en mi opinión es donde está el mal, sino por un gobierno vigoroso, en una palabra militar; porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra, igualmente conviene en que para que el país pueda existir, es de necesidad absoluta que de los dos partidos en cuestión desaparezca de él, al efecto, se trata de buscar un salvador, que reuniendo el prestigio de la victoria, el concepto de las demás provincias y más que todo un brazo vigoroso, salve a la patria de los males que la amenazan; la opinión presenta este candidato, él es el General San Martín. Para esta aserción yo me fundo en el número de cartas que he recibido de personas de respeto de ésa, y otras que me han hablado en ésta sobre ese particular; yo apoyo mi opinión sobre las circunstancias del día. Ahora bien, partiendo del principio que es absolutamente necesario el que desaparezca uno de los partidos contendientes, por ser incompatible la presencia de ambos con la tranquilidad pública. ¿Será posible sea yo el escogido para ser el verdugo de mis conciudadanos, y cual otro Sila, cubra mi patria de proscripciones? No, jamás, jamás, mil veces preferiría correr y envolverme en los males que la amenazan que ser yo instrumento de tamaños horrores; por otra parte, después del carácter sanguinario con que se han pronunciado los partidos, me sería permitido por el que quedase victorioso, usar de una clemencia necesaria y me vería obligado a ser agente del furor de pasiones exaltadas que no consultan otro principio que el de la venganza. Mi amigo, veamos claro, la situación de nuestro país es tal, que el hombre que lo manden le queda otra alternativa que la de apoyarse sobre una fracción o renunciar al mando; esto último es lo que hago. Muchos años hace que usted me conoce con inmediación, y le consta que nunca he suscrito a ningún partido, y que mis operaciones y resultados de éstas, han sido hijas de mi escasa razón y del consejo amistoso de mis amigos; no faltará quien diga que la patria tiene derecho a exigir de sus hijos todo género de sacrificios, esto tiene sus límites; a ella, se le debe sacrificar la vida e intereses, pero no el honor. La Historia y más que todo la experiencia de nuestra revolución, me han demostrado que jamás se puede mandar con más seguridad a los pueblos, que los dos primeros años después de una gran crisis, tal es la situación en que quedará el de Buenos Aires, que él no exigirá del que lo mande después de esta lucha, más que tranquilidad. Si sentimientos menos nobles que los que poseo a favor de nuestro suelo fuesen el Norte que me dirigiesen, yo aprovecharía de esta coyuntura para engañar a ese heroico, pero desgraciado pueblo, como lo han hecho unos cuantos demagogos que, con sus locas teorías, lo han precipitado en los males que lo afligen y dándole el pernicioso ejemplo de perseguir a los hombres de bien, sin reparar a los medios. Después de lo que llevo expuesto, ¿cuál será el partido que me resta? Es preciso convenir que mi presencia en el país en estas circunstancias, lejos de ser útil no haría otra cosa que ser embarazosa, para los unos y objeto de continua desconfianza para los otros, de esperanzas que deben ser frustradas; para mí, de disgustos continuados. (…) Su invariable amigo José de San Martín