Cada vez que se homenajea a las víctimas de la violencia política que asoló al país en el pasado, se dice que es en nombre de “la verdad”. Sin embargo, ésta suele faltar a la cita. El 22 de agosto de 1972, en Trelew, la dictadura militar de entonces vengó su humillación por la fuga de seis jefes de la guerrilla (Montoneros y ERP) de la cárcel, fusilando a los 19 prisioneros que no habían llegado a tiempo al aeropuerto para escapar a Chile. En concreto, les aplicaron la llamada “ley de fuga”, un simulacro de enfrentamiento. De aquella matanza hubo 3 sobrevivientes: María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo Haidar. Ninguno de ellos pudo estar presente en el acto de ayer en el sur porque a los tres les fue aplicada “otra” ley de fuga: la de los propios jefes montoneros. La suerte corrida por estas personas después de Trelew pone en el tapete la responsabilidad de la cúpula guerrillera en una estrategia que, sustituyendo la política por la violencia, contribuyó en mucho a crear las condiciones para la represión y el exterminio que hoy hipócritamente denuncian. “Se está corriendo un velo en la búsqueda de la verdad. Hoy nadie puede decir que hubo un intento de fuga sino que se trató de un asesinato premeditado”, dijo en este aniversario de Trelew un ex jefe montonero, protagonista de aquella fuga. Pero esa verdad sobre Trelew se conoce desde el mismo momento en que ocurrieron los hechos. Los tres sobrevivientes –Berger, Camps y Haidar- dieron su testimonio en 1972 y 1973 y de aquel tiempo data el libro de Tomás Eloy Martínez, La Pasión según Trelew, reeditado hace poco. En cambio, el velo que no se ha corrido aún es el que oculta, merced a un benévolo “relato”, la responsabilidad de la dirigencia montonera en el exterminio de sus propios cuadros. “Sobrevivieron para contar lo que sucedió y así refutar la versión de la Marina”, dijo alguien en referencia a Berger, Camps y Haidar. Lamentablemente no están vivos para exponer hoy las precarias condiciones materiales y de seguridad en las cuales fueron reenviados al país desde el exilio por sus jefes. Los tres fueron víctimas –por segunda vez- de la represión militar. Pero antes lo fueron de una estrategia montonera que los llevó al aislamiento político, preludio de su exterminio físico, facilitado además por un funcionamiento suicida que los exponía a una caída a plazo fijo. Los jefes montoneros no pueden alegar ignorancia. El siempre homenajeado pero poco leído Rodolfo Walsh había elevado a la conducción informes lapidarios sobre la situación de Montoneros y la inevitabilidad de su destrucción salvo rectificación de la estrategia. En un documento de fecha muy temprana -comienzos de 1977-, Walsh sostenía que “la inteligencia enemiga” se había tomado el trabajo de conocer la estructura montonera en todos sus aspectos, “partiendo del supuesto de que, conociendo los objetivos del adversario, virtudes y debilidades de sus cuadros, cadena de mandos, asentamiento zonal, funcionamiento y comunicación, se sabe lo necesario para destruirlo si se cuenta con superioridad de fuego y movimiento”. Y agrega: “Dentro de esta concepción, la tortura, la delación (…), la cita cantada y la casa que cae son ‘accidentes lógicos’ que derivan naturalmente del análisis estructural y en progresión geométrica con la inteligencia acumulada”. Más adelante advierte: “El volumen de caídas y confesiones obtenidas por tortura facilita una renovación constante del ciclo de inteligencia”. Pero Walsh no se limitó al análisis. Propuso un repliegue de la organización para quitarle el cuerpo a la represión. Sabedor de que lo que llamaba la “cita envenenada”, fruto de la delación bajo tortura, era una de las principales herramientas de la represión, propuso dar libertad de acción a los cuadros, diseminándolos en todo el país y limitando al extremo sus contactos. Sugería “definir la seguridad individual y colectiva como criterio dominante en la resistencia”, evidenciando que, a diferencia de Firmenich y compañía, él sí valoraba la vida de sus camaradas. La propuesta fue desoída por los jefes, con excepción del punto que decía: “Retirar del territorio nacional a la Conducción Estratégica”. Esa fue la única medida de preservación que tomó la cúpula de Montoneros: ponerse a salvo a sí misma en el exterior. Desde aquel momento, los jefes deambularon por Roma, París, La Habana o México, desde donde a partir de 1978 se dedicaron a reagrupar a la “tropa” que había logrado sobrevivir exiliándose, para enviarla nuevamente a la Argentina en lo que denominaron la “Contraofensiva”. Los jefes montoneros Mario Firmenich y Roberto Perdía convencieron a los ya diezmados cuadros de su organización de regresar a la Argentina para sumarse, con operaciones de propaganda y atentados espectaculares, a la ofensiva popular antidictatorial que aseguraban tenía lugar en el país. En esa maniobra, entre 1979 y 1980 murieron unas 80 personas, muchas capturadas en la misma frontera, porque los planes montoneros eran más conocidos por la inteligencia militar que por los que debían ejecutarlos. Eso garantizó una nueva masacre sobre la cual no termina de correrse el velo. Y esa fue la suerte de María Antonia Berger, que murió en octubre de 1979, cuando los militares, con los métodos antes descriptos, detectaron la casa en que vivía tras su regreso clandestino a la Argentina desde México. Lo mismo pasó, algo más tarde, con Ricardo Haidar, secuestrado en la vía pública -¿una cita envenenada?- el 18 de diciembre de 1982 y que continúa desaparecido. También él se encontraba clandestino en el país tras haber reingresado desde el exterior. Alberto Camps había caído antes, luego de un breve paso por Perú al salir de la cárcel. Lo mataron en agosto de 1977, cuando la conducción de Montoneros ya se encontraba a salvo en el exterior, y en el país se sucedían los “éxitos” de la inteligencia militar que había anunciado y denunciado Rodolfo Walsh y que Firmenich pudo pero no quiso evitar.