Por: Claudia Peiró
En dos oportunidades, en el lapso de una semana, el presidente de Colombia dijo que no quería “repetir los errores del pasado”. La primera vez fue al anunciar la apertura de un diálogo de paz con las FARC el 27 de agosto, la segunda, este lunes 3 de septiembre. Una insistencia muy significativa.
Cabe suponer que Juan Manuel Santos hacía alusión a las anteriores experiencias en la materia y en particular al último y fracasado diálogo entablado entre un gobierno colombiano y la insurgencia armada. Fue en el año 1999. En esa iniciativa, un recién electo presidente Andrés Pastrana comprometió todo su caudal político. A efectos de facilitar las conversaciones, el flamante gobierno accedió a crear una zona de despeje de 42.000 kilómetros cuadrados. En concreto, y a modo de prenda de paz, se le cedió a la guerrilla un “territorio liberado” equivalente a la superficie de Suiza.
Con este gesto, a las FARC no podían quedarle dudas de la buena voluntad de la administración de entonces. Aún así, desde el primer momento esa organización hizo gala de toda la mala fe posible. El primer desplante fue el del jefe histórico del grupo, Manuel Marulanda, alias Tirofijo, al mismísimo presidente Pastrana, a quien dejó de plantón en la primera cita del diálogo en plena selva. Lo que empezó mal, terminó mal, como era de esperarse.
En los meses subsiguientes, las FARC respondieron a cada propuesta de cese el fuego redoblando la violencia y en ningún momento suspendieron sus atentados.
Si algún consuelo le pudo quedar a Pastrana fue que al cabo de ese proceso frustrado, que concluyó en febrero de 2002, cuando no le quedó más remedio que ordenar al ejército retomar el control de la zona de despeje y reiniciar la ofensiva militar contra la guerrilla, fue que las FARC salieron de la experiencia más desprestigiadas que nunca: su imagen negativa ascendía entonces al 96% entre la población colombiana. Un desprestigio del que no se recuperaron nunca.
El otro resultado político fue el triunfo en las urnas en las presidenciales de mayo de 2002 de Álvaro Uribe, candidato independiente de derecha que proponía una política inflexible contra los grupos armados.
La conclusión que cabe es que uno de los “errores del pasado” que Santos no debería repetir es el de no haber exigido ninguna contrapartida a las concesiones hechas por el gobierno a las FARC para iniciar el diálogo. En 1999, ni siquiera fue exigido un cese el fuego, algo lógico en cualquier instancia de diálogo que busque poner fin a un conflicto militar.
En los tres años que duró el simulacro de negociación –toda la gestión de Pastrana-, no hubo diálogo real ni avance alguno hacia la paz; por el contrario, la guerrilla aprovechó la tregua para pertrecharse mejor, sin dejar de cometer secuestros y asesinatos.
Si se analizan los prolegómenos del diálogo actual, la sensación de déjà vu es notable. La elección de La Habana como lugar de los encuentros previos y de la firma del acuerdo es a este diálogo lo que la zona de despeje fue al anterior: una concesión gratuita a la guerrilla. Lo mismo vale para la designación del gobierno de Venezuela como facilitador del diálogo, cuando es sabido que lo único que la administración chavista ha venido facilitando son las maniobras de las FARC para legitimarse en el escenario internacional y adquirir estatus de fuerza beligerante, en la pretensión de equiparar a la guerrilla con el gobierno.
La Habana y Caracas no son neutrales en este conflicto. Han sido valedores de una guerrilla que desafía a un gobierno constitucional y democrático. Es difícil entender por qué Santos les hace un regalo político a dos regímenes cómplices del grupo insurgente que desafía la autoridad del Estado colombiano y la integridad territorial de una Nación hermana.
El de Noruega –Oslo será el escenario de los diálogos- es otro de los muchos gobiernos europeos que, detrás del argumento de contribuir a la paz en Colombia, no han hecho sino dar aire al accionar clandestino y violento de la guerrilla colombiana. No es casual que Anncol, la agencia de noticias tapadera de las FARC, tenga su sede en Estocolmo, capital de otro país escandinavo. La afrenta a Colombia es evidente. Imaginemos sólo por un momento que Bogotá amparase el accionar ilegal de alguno de los grupos terroristas que ponen en aprietos a países europeos, como la ETA o el separatismo corso… La conducta de la Unión Europea en este tema es injustificable.
Igual que en 1999, no demoraron mucho las FARC en dar señales de que intentarán hacer una utilización artera del diálogo. El video con un rap interpretado por miembros de la organización subido a su página web podrá ser folklórico pero dice mucho. “Santos se vio en la necesidad de pedirle a Fidel Castro que lo ayude con las FARC”, cantan –se burlan, en realidad- los guerrilleros, demostrando que la elección de La Habana, capital de la única dictadura del continente, no es neutral.
También aparece el triunfalismo cuando dicen: “Ya me voy para La Habana, esta vez a conversar, con aquel que me acusaba de mentir sobre la paz”. Y hasta le atribuyen a Santos intenciones ocultas: “…para ver si en una mesa nos puede engatusar”.
Quienes exhiben las cifras de aprobación de la opinión pública a la iniciativa de Santos como validación de su acierto en convocar a este diálogo, lo hacen con mala fe. ¿Quién puede declararse contrario a la paz? Es como estar en contra del amor. En abstracto, todos manifestarán su acuerdo. Pero no se trata de eso, sino de cuál es el camino más eficiente para ese fin. Ciertamente no lo es el hacer concesiones a un grupo debilitado cuando debería ser al revés.
Por otra parte, a las FARC la paz no les sienta bien porque carecen de toda legitimidad política. Lo que obtienen por las armas y la violencia, no lo conseguirán por los votos y la política. Hace tiempo que su supervivencia ha dejado de estar relacionada con la mayor o menor inserción popular, para pasar a depender de una fuente de financiamiento inagotable como es el narcotráfico.
Lo que sí les sienta bien es la apertura de conversaciones en las cuales pueden sentarse como contraparte de un gobierno, lo que les da la legitimidad de la cual carecen. Para la guerrilla, por lo tanto, lo que se abre no es un diálogo sincero hacia la culminación del conflicto, sino un escenario inmejorable para hacerse oír, denigrar al gobierno legítimo y democrático de Colombia –como ya lo empezaron a hacer con este video- y confundir a la opinión pública, en especial la internacional, ya que los colombianos conocen bien a las FARC y no sienten sino desprecio hacia estos grupos.
Cuesta entender qué es lo que se aprendió del pasado cuando se vuelven a hacer concesiones en aras del diálogo en vez de exigir de la guerrilla gestos que demuestren que verdaderamente está dispuesta a la paz.
Las motivaciones de Santos para tirarle una cuerda a un grupo que desafía la autoridad del Estado colombiano, en momentos en que éste se encuentra más debilitado que nunca, no son del todo claras aún, pero el sentimiento es que se está tirando por la borda lo logrado merced a la política de seguridad democrática impulsada por el ex presidente Álvaro Uribe y de la cual Juan Manuel Santos fue parte cuando era su ministro de Defensa. Hoy, como presidente, en una sola maniobra, les regaló un triunfo a tres enemigos de la paz en Colombia: las FARC, La Habana y Caracas.