Por: Claudia Peiró
Lo que siempre me llamó la atención acerca de esta moda de llamar “pueblos originarios” a los aborígenes americanos no es que alguien la haya pergeñado sino la velocidad con la cual se expandió. Parece que la zoncera es imitativa. Políticos, docentes y comunicadores, entre otras categorías, se han lanzado con entusiasmo a su uso, convencidos de estar haciendo justicia –al menos lexical- con la historia.
Siempre es más fácil solucionar las cosas en el plano discursivo que en el fáctico.
El problema es que esta zoncera no es inocua.
Por empezar, la expresión en sí es incorrecta y para colmo viene a suplir o intentar suplir otras que no lo son.
Veamos qué significa aborigen, según el diccionario de la Real Academia Española.
1. adj. Originario del suelo en que vive. Tribu, animal, planta aborigen.
2. adj. Se dice del primitivo morador de un país, por contraposición a los establecidos posteriormente en él.
Como se ve, ambas acepciones van en el sentido de la historia.
Veamos ahora qué dice sobre indígena:
1. adj. Originario del país de que se trata.
Por si esto no alcanza para convencer a los fundamentalistas de lo políticamente correcto, veamos cuál es la genealogía de estas palabras:
Aborigen viene del latín ab origine que puede traducirse como desde el principio o desde los orígenes. Indígena deriva también del latin: inde (de allí) gens (población).
Por si lo anterior no bastara, veamos finalmente qué dice la RAE sobre originario:
1. adj. Que da origen a alguien o algo.
2. adj. Que trae su origen de algún lugar, persona o cosa.
Se supone que la primera acepción no es la que encandiló a los justicieros del lenguaje, sino la segunda, pero ésta presenta un problema, como salta a la vista.
No se es originario per se, sino de algún lado.
Si presento a alguien diciendo “el señor es originario”, mi interlocutor de inmediato replicará: “¿de dónde?”
En fin, tanta zoncera no puede ser inocente.
Por empezar, al revés de lo que se pretende, conlleva una discriminación: lo que se logra, al utilizar esta expresión, es sembrar la duda sobre los demás. Los americanos mestizos, que, por el carácter que tuvo la colonización española en América, somos la inmensa mayoría, ¿no somos “originarios”?
En segundo lugar, es imposible no ver una intención fragmentadora. Nuestro continente ha debido luchar siempre contra las tendencias centrífugas. La historia de nuestra independencia muestra que, allí donde debió haber una sola gran Nación, se fraguaron varios Estados. A posteriori, muchos patriotas latinoamericanos trabajaron y trabajan aún por una integración que compense y repare estas divisiones. Ese es un camino que no se debe abandonar.
El discurso multicultural, de pretendido respeto a la diversidad, con sus eufemismos originarios, implica un cuestionamiento a nuestra historia y al mestizaje del cual somos el resultado. Y conlleva el riesgo –o la intención- de la fragmentación social y nacional.
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