Por: Claudia Peiró
Hace un par de meses escuché a un político “joven”, que ya se prueba la banda para el 2015, aunque diga lo contrario, mostrarse esperanzado porque “empiezan a aparecer ahora generaciones de políticos que surgieron en democracia, que maduraron en democracia”, por contraposición a “las generaciones que hoy componen la dirigencia” y que “se gestaron en otras épocas”.
Poco después, en una entrega de diplomas, escuché las mismas palabras de boca del rector de un colegio secundario. En su discurso de despedida a los egresados, se jactó de que “las últimas promociones se formaron enteramente bajo la democracia”. ¿Y?, fue mi pregunta silenciosa.
Finalmente, cuando hace poco defendí los viejos métodos de enseñanza -y la excelencia que le dieron a la educación pública argentina, en contraste con la decadencia actual-, alguien replicó que la escuela que yo elogiaba generó “sociedades llenas de guerrilleros y dictadores”…
Lamentablemente, hay que decir que la diferencia entre las generaciones anteriores de políticos y las que se formaron en democracia es que lo que antes era excepción -venalidad, enriquecimiento ilícito, empleo ficticio, nepotismo, amiguismo, clientelismo, demagogia y transfuguismo- hoy es la regla.
Una de las razones es que, en tiempos de dictadura o de gobiernos autoritarios, la decisión de participar en política implicaba una verdadera opción de vida que conllevaba muchos riesgos. Y ninguna de las prebendas hoy tristemente asociadas a la condición de “político”. Al revés, era muy posible que se perdiese fortuna, trabajo, amigos. Cuando no la libertad y hasta la vida.
Era difícil tomarse la cosa con liviandad. Chantas y oportunistas solían abstenerse.
Un solo motivo había para correr esos riesgos: la defensa de valores.
Hoy se cumplen 30 años del regreso de la democracia. En realidad, el estado de sitio se levantó el 30 de octubre, el día de las elecciones (personalmente, es la fecha que me parece clave).
Sería entonces un buen momento para reflexionar sobre las promesas incumplidas de la democracia y la paradoja de que la política se haya desprestigiado precisamente en los tiempos en que fue restaurada.
No es un mérito ser hijo de la democracia. Sí lo fue, en el pasado, haber luchado por ella. Hoy, el equivalente al compromiso de ayer sería asumir la práctica política como un verdadero servicio, en vez de servirse de ella; encarar la acción política como la forma más alta de la caridad, es decir, del amor al prójimo. Utilizar los recursos que el Estado pone a disposición de legisladores, intendentes, gobernadores y presidentes para proveer al bien común y no al de la propia familia. Poner la imaginación al servicio de las soluciones que el país necesita.
Al revés que muchos, no creo que la democracia argentina haya tenido un padre. La apertura de 1983 fue gestada por la lucha de mucha gente: de los políticos que, desafiando el miedo, empezaron a reunirse y hablar públicamente; de los familiares de las personas detenidas y desaparecidas, que jamás callaron su reclamo; de los sindicalistas y otros cuadros de organizaciones populares que salieron a la calle; de los exiliados que en soledad denunciaban lo que estaba pasando en el país -mientras los gobiernos extranjeros preferían vender armas a la dictadura o comprarle trigo-; entre tantos otros, porque no puede hacerse una lista exhaustiva.
Las generaciones formadas “en otras épocas”, es decir, bajo dictaduras, tuvieron agallas para no dejarse dominar in eternum y legarle la democracia a los que vinieron luego.
De todas las devaluaciones que hemos vivido en estos años, la más grave no es la del peso sino la del coraje. Hoy se envalentonan los que descuelgan cuadros o los que, en banda, escrachan a un adversario.
Eso es una deformación de la democracia, sin duda.
Igual que el sectarismo y el rencor instituidos como metodología de gobierno.
Nadie elige en qué circunstancia nacer, criarse, educarse. Unos tuvieron la desgracia de que fuese en dictadura; otros la suerte de que les tocase la democracia. Pero lo que cada uno hace con su circunstancia, sus oportunidades y sus talentos, sí es mérito o desmérito personal.
No es un mérito ser “hijo” de la democracia; es un privilegio. También un desafío. Y un deber.
La rutina electoral ha convertido a la política en una actividad en sí misma, que se autoalimenta y permite a los que se dedican a ella olvidarse de la gente. Las campañas venden productos y no ideas. En 1983, los políticos despreciaban a los publicitarios -o, como mínimo, los ignoraban-; hoy, dependen de ellos. Lo primero que hace un candidato es contratar al gurú que lo venderá como una mercancía, mediante eslóganes ingeniosos en vez de consignas con contenido político.
Eso también es una deformación de la democracia.
Ya no son los valores o los ideales los que preceden y presiden la acción política. Al dirigente no se le pide ni coherencia. Eso explica el continuo reciclado de figuras que, lavado mediático mediante, servirán para otras campañas.
Lo que se consiguió sin esfuerzo no se valora. Por eso no hay diálogo, ni concertación, ni concordia nacional. Por eso se coquetea peligrosamente con la anarquía y la anomia social.
Un solo dirigente que rompa con esta lógica, uno solo que se muestre no únicamente honrado, sino también creativo para volver a poner la política al servicio de la transformación, y será una revolución como la que está haciendo el papa Francisco ante los ojos del mundo.