Por: Claudia Peiró
“Los complots no son compatibles con las reglas de una buena democracia. Un presidente debería hablar de ellos sólo cuando pudiese comprobar su existencia y, en ese mismo momento, actuar en consecuencia. [Pero] las denuncias genéricas (…) conllevan el riesgo de oscurecer los términos del problema [pues] la amenaza que afecta al gobierno no viene, en último análisis, de una conjura transversal de sus enemigos; el malestar nace del interior de su administración y contagia al país”.
La cita es de un prestigioso columnista de un diario ídem, pero no de Argentina, sino de Italia. Se trata del historiador Sergio Romano, quien escribió este párrafo en el Corriere della Sera, en el año 2007, cuando el Premier italiano de entonces y líder de una coalición de centroizquierda, Romano Prodi, máxima autoridad política de ese régimen parlamentario, denunció ser víctima de escuchas telefónicas como parte de una campaña hostil a cuyos autores no identificó. Para completar el cuadro, también dijo que la prensa era manipulada por intereses contrarios a los de su gobierno.
Es una tentación muy frecuente, en especial por parte de las administraciones que se definen como progresistas, la de gritar ¡complot! cada vez que la realidad les arroja en la cara las consecuencias de su acción. O de su inacción.
Convertir un reclamo salarial en un intento de golpe institucional se inscribe en este tipo de manipulaciones de la realidad. Por un lado, se niega que exista una causa válida para la protesta. Por el otro, se recrea el fantasma de escenarios mucho peores para no hacerse cargo de la crisis presente.
Lo llamativo es que esta victimización la protagoniza un gobierno que lleva 10 años de ejercicio, que se jacta de haber restituido la autoridad presidencial y de haber fortalecido el Estado, y que además responsabiliza por todo y por nada a “los 90” (cuando no había complots).
No son originales. Es un rasgo distintivo del progresismo, en Italia, aquí y en todo el mundo: en el llano, baten el parche contra el gobierno al que culpan hasta por el clima; cuando llegan al poder, son maestros en denunciar conjuras en su contra.
La Presidente llegó a convertir el acto de conmemoración por los 30 años de la democracia en tribuna para denunciar que “algunas cosas que pasan en Argentina en estas fechas (…) tienen planificación, decisión y ejecución quirúrgica”. Sin embargo, la despreocupación con la cual festejó después en el escenario no estuvo a la altura de su grave denuncia.
Este estilo viene de lejos. Como Romano Prodi, también Néstor Kirchner dijo, a poco de asumir, que era amenazado telefónicamente… en Olivos. ¿A quién iba dirigida su denuncia?, era la pregunta inevitable, ya que por encima de él no había nadie en la administración y la Constitución dice que el titular del Ejecutivo es la cabeza de las fuerzas de Defensa y Seguridad. Si el Presidente de la Nación, que tiene a su disposición los aparatos de Inteligencia, muestra semejante nivel de impotencia, es que algo anda mal.
Cristina no le fue en zaga cuando dijo que el conflicto del campo por la Resolución 125 se daba porque ella era mujer… Así, una medida equivocada y arbitraria era elevada a la categoría de gesta popular. Por no admitir un error, el gobierno invistió con el carácter de enemigo y conspirador a todo un sector socioeconómico –el más dinámico en la etapa- y dividió en dos a la sociedad. Al igual que la policía hoy, en el relato oficial el campo no buscaba derogar una disposición injusta sino destituir al Gobierno…
La victimización es la coartada constante para eximirse de las consecuencias del incumplimiento de sus obligaciones. Ellos siempre tienen las mejores intenciones pero, desde las sombras, siempre hay algún malintencionado que quiere impedir que las concreten.
La paja en el ojo ajeno
Una administración que tiene 10 años al frente del país dice que la Policía abusa de su poder y es ineficiente. Además de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, ¿es necesario recordar que las fuerzas de seguridad están subordinadas al Ejecutivo? ¿O deberían estarlo? En cambio, en toda la década, el gobierno sólo tuvo destrato o indiferencia hacia esa institución. A la policía, no sólo no la conduce sino que la descalifica.
En la crítica que le hacen, estos raros estatistas ponen de manifiesto el abandono del ejercicio del monopolio de la fuerza pública, que es una responsabilidad indelegable del Estado.
Mientras las únicas víctimas de la inoperancia policial que recién ahora descubren fueron los ciudadanos de a pie, el Gobierno miró para otro lado. Pero ahora que tuvo que ceder a las presiones –para colmo a la vista de todo el mundo-, se dio cuenta de que tiene un problema.
El reclamo salarial de la policía adquirió ribetes de caos porque su capacidad de presión es mucho mayor que la de otros sectores. Pero en todo caso lo sorprendente es que no hayan protestado antes.
De no haberse producido los acuartelamientos, muchas policías seguirían padeciendo el mecanismo del pago de sueldos irrisorios, completados con sumas “no remunerativas” (que no generan aportes y condenan a jubilaciones miserables); una modalidad que se emparienta con prácticas de trabajo en negro que las autoridades les prohíben usar a los privados pero de las cuales el Estado hace uso y abuso. Basta recordar si no los motivos del largo conflicto estatal de la provincia de Santa Cruz que heredó esa modalidad salarial de la gestión kirchnerista.
De hecho, la misma naturaleza tuvo el conflicto salarial de fines de 2012 de Prefectura y Gendarmería.
Además, es hipócrita que las mismas autoridades critiquen los “métodos” de protesta policial cuando son éstos los que las hicieron conceder bajo presión lo que debieron dar antes por responsabilidad. Recordemos que lo mismo pasó con el arbitrario impuesto a la ganancia que el capricho del Gobierno en no actualizar los mínimos no imponibles había convertido en impuesto al salario. De no ser por el golpe que recibió en las urnas, la arbitrariedad hubiera seguido.
Pero es más fácil atribuir todo a un complot y, fórmula favorita de muchos, a “fantasmas del pasado” que, claro está, no tienen nombre.
No es el pasado que vuelve lo que explica el actual estado caótico de cosas, sino un proceso de degradación institucional –del que no están exentas las fuerzas policiales- y de enemistad pública constantemente promovida desde el Gobierno en estos diez años. La intemperancia de arriba genera la intemperancia de abajo.
Quien durante una década permitió y hasta avaló todo tipo de abuso en los reclamos, como el corte ilegal de un puente internacional, que duró años, no debería escandalizarse ahora por los excesos del reclamo policial.
La estabilidad no está amenazada por ninguna conspiración sino por funcionarios que eligen ignorar los problemas que creen no los afectan directamente –como el mal desempeño de la policía- hasta que se salen de control.
No hay conjura. Sucede que, a contramano del relato oficial de fortalecimiento estatal y reconstrucción de la autoridad, los sucesos de estos días mostraron una cadena de mandos rota básicamente por desidia.
El estatismo oficial se traduce en intervencionismo selectivo en la economía, manipulación estadística, arbitrariedad en la distribución de recursos y otras deformaciones, pero no en el orden y la seguridad públicos indispensables para el funcionamiento normal de un país.
Es curioso que quien ha administrado en estos años al límite de la autocracia, con un parlamento dócil, sin reunir gabinete, sin recibir a los gobernadores, ni dialogar con la oposición, se muestre impotente, declarándose víctima de combinaciones maquiavélicas por parte de una fuerza que le está institucionalmente subordinada.
La amenaza no está en el pasado ni en las sombras, sino en un presente de soberbia y mala gestión.