Por: Claudia Peiró
En la entrevista que Cristina Kirchner mantuvo con un periodista estadounidense –y cuya transcripción publicó ella misma- la Presidente anunció que iba a contar una anécdota que le había tocado vivir “acompañando a Néstor Kirchner en su primer viaje al exterior en el año 2003”.
“Estuvimos en París, en Francia –contó-. Gobernaba Jacques Chirac, que si uno lo tiene que ubicar en un arco ideológico lo coloca a la derecha. (…) En un momento dado, [Chirac] le dice a Kirchner: ‘Sabe, presidente, tengo que decirle algo: la sociedad francesa no puede entender que quienes asesinaron, torturaron y desaparecieron gente en la dictadura –concretamente las monjas francesas, que era una causa en Francia muy fuerte–, están libres, en la calle, por imperio de leyes que ustedes aprobaron y que no reciban ningún tipo de castigo. Es algo que la sociedad francesa no entiende ni mucho menos aún acepta”.
La Presidente aseguró haber sentido “una profunda vergüenza”.
Cristina Kirchner ya había contado varias veces esta misma anécdota y sorprende su insistencia en un argumento que evidencia very bad information. Histórica y política.
Es entendible: el caso de las monjas francesas tuvo lugar en tiempos en que los Kirchner estaban bien alejados de la problemática de las violaciones a los derechos humanos; una lejanía que duró hasta su llegada a la presidencia. Es decir 27 años.
Eso seguramente explica la falta de conciencia de la Presidente al respecto. Lo que no explica es la actitud obsecuente ante el comentario de un mandatario extranjero: Argentina debe decidir sus políticas por razones nacionales, no por los motivos o intereses de otros. Sobre todo cuando esos otros carecen de autoridad para formular planteos de semejante índole.
Léonie Duquet y Alice Domon –las religiosas francesas a las que aludió Cristina Kirchner- fueron secuestradas y asesinadas en 1977 durante la dictadura de Videla y el gobierno francés de entonces –que Cristina también habría colocado a la derecha- no se molestó demasiado en reclamar. Hubo alguna comunicación para cumplir con las formalidades del caso pero la energía oficial estaba puesta en concretar la venta de armas francesas a la Argentina (entre otras, los luego célebres Exocet). Hubo sí reclamos de asociaciones y personalidades francesas y de los exiliados argentinos –siendo estos últimos los principales impulsores de la denuncia.
Lo triste del caso es que, si hubiera habido una fuerte presión a nivel diplomático en ese momento, no necesariamente pública, tal vez Duquet y Domon, se habrían salvado de la muerte. Esa presión no existió.
Cuando en 1982 Alfredo Astiz fue hecho prisionero por los británicos, al concluir la Guerra de Malvinas, ya se sabía de su participación en el secuestro de las religiosas francesas. Sin embargo, tampoco en ese momento consideró el gobierno francés que fuese pertinente solicitar su extradición.
Por si no bastara con ello, en 2001, un general francés que había actuado en la Guerra de Argelia, Paul Aussaresses, admitió públicamente haber encabezado en la entonces colonia francesa un “escuadrón de la muerte” que realizaba detenciones secretas de resistentes argelinos, seguidas de torturas y en algunos casos de ejecuciones sumarias.
En el momento de estas confesiones, el presidente era Jacques Chirac, el mismo que dos años después increparía a los Kirchner. ¿Cuál fue su reacción? Pese a parecerle intolerable que “por imperio de leyes” aprobadas en Argentina “no reciban ningún tipo de castigo” los asesinos de Domon y Duquet, no sintió lo mismo respecto de las víctimas argelinas y por lo tanto no revocó la ley de amnistía que en Francia protege a todos los militares que actuaron en Argelia.
Más aún, en ese momento, su Primer Ministro –que por peculiaridades de la Constitución francesa era de signo político opuesto-, el socialista Lionel Jospin, se opuso tajantemente a la apertura de una investigación parlamentaria, alegando que lo sucedido en Argelia era sólo “un tema para historiadores”. Punto final.
Honores inmerecidos
A las personas honestas les resulta incómodo recibir elogios por méritos inexistentes. A Cristina Kirchner no le molesta en absoluto la lisonja inmerecida. De hecho, desde la muerte de su esposo, está inflando el relato hasta niveles épicos partiendo de virtudes y hazañas imaginarias.
Así, cuando el periodista del New Yorker le dice que para él “lo más extraordinario (de la gestión K) fue la manera en que la Argentina ha realmente juzgado a los militares”, le pide que le hable “un poco de cómo lograron eso”, y le recuerda que su marido comenzó diciéndoles a los generales: “No les tengo miedo”, ella no le aclara que en el momento en que Néstor Kirchner dijo eso no había nada que temer de esos militares, porque las Fuerzas Armadas argentinas, por primera vez en toda su historia moderna, ya no eran un factor de poder en el país, y eso explica que no haya habido ninguna resistencia a la reapertura de los juicios; como en cambio sí hubo levantamientos contras las gestiones anteriores.
Tampoco le habló de las verdaderas motivaciones de su esposo para lanzarse al juicio del pasado: como expliqué en un artículo anterior (En qué consistió realmente el curro de los derechos humanos), Kirchner tomó la decisión cuando vio la reacción más que positiva que algunas medidas de esa índole enunciadas por Adolfo Rodríguez Saá en su fugaz presidencia habían despertado en las Madres de Plaza de Mayo y grupos y personalidades afines. De este modo, con la luz verde a los juicios, inmediatamente se ganó el favor del partido de los derechos humanos.
Un favor incondicional y un blindaje que, para la venalidad y el enriquecimiento ilícito, protege mucho más y mejor que los fueros.