Por: Constanza Mazzina
En las últimas semanas hemos sido espectadores de un sinfín de protestas cuya violencia nos sorprende: desde los saqueos que se iniciaron en Córdoba y que ahora se repiten a todo lo largo de nuestro país a la marcha de la FUBA, hay un factor en común.
Mucho se puede decir sobre lo que ha pasado en esta década. Los analistas hoy se desgarran las vestiduras sobre la situación económica a la que nos ha empujado el kirchnerismo. Sin embargo, el mayor déficit de estos años, la mayor pérdida no es económica y tampoco política: es la ausencia de respeto a la ley.
Es allí donde encontramos el hilo conductor entre todas estas expresiones sociales que son producto de la falta de imperio de la ley. Este será el desafío más grande que tenga el próximo gobierno, sea del mismo signo político o de otro. ¿Cómo recuperar el respeto a la autoridad de la ley cuando se ha perdido el respeto a toda autoridad? Este gobierno se ha destacado por machacar contra el autoritarismo, pero en ese proceso destruyó todo símbolo, toda representación que suponga el ejercicio de cualquier tipo de autoridad, la del maestro, la del director de una escuela, la de un policía o la de un padre. En su carga contra el autoritarismo terminó cargando contra toda autoridad, y en la confusión produjo una sociedad que no sabe la importancia del respeto a la ley para la convivencia cotidiana. Todo derecho supone una obligación. En estos años, la clase política gobernante hizo gala del respeto a los derechos humanos, pero jamás de las obligaciones implícitas que los mismos presuponen.
Vivir en un estado democrático presupone vivir en un estado de derecho. Y el estado de derecho implica la supremacía de la ley y su cumplimiento; tanto por parte de los gobernantes como de los gobernados. Son las reglas y no los hombres los que deberían gobernar nuestro día a día. Estas reglas son tanto formales como informales, tanto escritas, normativizadas, como usos y costumbres. El resultado de la década ganada es que hemos perdido tanto unas como otras: no sólo el respeto a la ley formal sino a las formas que permiten la convivencia en paz. Esas costumbres señalan que el respeto por el otro y por lo que es de otro es un valor que debe ser respetado. Recuperar las pautas mínimas que permitan nuestra convivencia democrática será nuestro mayor desafío.