Por: Daniel Muchnik
La captura de Joaquín “el Chapo” Guzmán produjo reacciones en distintas ciudades de México. Se organizaron marchas por la calle pidiendo su liberación, los cantores populares que crean los “narcocorridos” le están dedicando algunas piezas de antología donde se lo exalta como un héroe, hay una especie de “duelo” por la falta de una especie de padre protector. “El Chapo” es lìder y sus seguidores no son sólo los desposeídos.
Aquí se expresan distintos ángulos de la cuestión. Por un lado en la guerra narcotráfico – represión estatal, va ganando el narcotráfico. Cuando se inserta profundamente en las entrañas de la sociedad, cuando funciona como un vehículo de sobrevivencia o de rápido enriquecimiento para distintas capas de población, sacarlo resulta casi imposible. No hay grandes esperanzas de extirpación ni en el corto ni en el mediano plazo. Los narcos constituyen un ejército heterogéneo en guerra permanente por el dominio de territorios, demostrando con actos de crueldad infinita quien es el que manda. Quien trae las mercaderías, quien las comercializa, si al menudeo o en grandes bloques.
Los narcos practican la política, corrompen a jueces y políticos y, como corresponde a sus roles caudillescos prodigan acciones benéficas a diestra y siniestra. Un ejemplo fue el de Pablo Escobar Gaviria en Colombia. Es que hay millonadas en juego. No se diferencian para nada de los Señores de la Guerra en Afganistán, importantes exportadores de opio. O de los Señores de la Guerra en Somalía que en vez de ocuparse de la droga secuestran barcos. Según los organismos internacionales, la producción-comercialización y consumo de drogas representa 600.000 millones de dólares anuales.
Estamos hablando de México, pero también de Colombia, de varios países de Latinaomérica y está asomando con extrema rapidez, como un tenebroso fantasma, en la Argentina. En Colombia, por más conversaciones que tienden al diálogo impera una guerra civil que lleva décadas. La izquierda en el interior del país favorece los movimientos de los ilegales con tal de cobrar regalías de tránsito o de transporte. Las regiones, como en México, están divididas según tengan presencia las guerrillas (las que facilitan el tráfico) o el Estado hipotéticamente legalizado. Es la desintegración del concepto de orden social, del poder del Estado, del entendimiento político en una Nación. Y esto lo saben perfectamente los gobernantes. Evo Morales, en Bolivia, no oculta el crecimiento vertiginoso de la producción y colocación de cocaína desde que se sentó en la presidencia. En Colombia están muy bien delimitadas las regiones productoras de drogas. Toda la amplia zona de los valles que terminan en el Mar Caribe está bajo el dominio de los traficantes, que se rigen por leyes propias. En Brasil, fuerzas armadas especiales pretenden imponer frenos y regulaciones entre los empresarios de la droga, pero es una aventura que no tiene fin, que amenaza volver a cada momento.
Durante las últimas décadas las administraciones públicas argentinas permitieron que la droga se fuera instalando sin distinciones regionales. Nunca resolvieron la instalación de efectivos radares de movimiento aéreo en la frontera con Bolivia y Paraguay. Hoy, prácticamente esos radares, que son precarios no sirven como se desearía. La droga entra de manera individual y por todos los medios disponibles. ¿ Y ahora? No hay provincias claves para ese delito. La acusación de un parlamentario oficialista de “narcosocialismo” fue una lamentable e indigna acusación contra los jefes de gobierno santafesino. Está extendido en todo el país. Desde norte a sur. Recién se comienza, muy lentamente, a divagar acerca de que organización argentina se debe ocupar del delito, mientras la droga se inserta en todos los ámbitos y avanza a paso redoblado.