Por: Daniel Muchnik
Varias veces se intentó caracterizar a la administración de Néstor Kirchner y luego de Cristina Fernández. Nunca se llegó a una determinación clara, a una definición sobre el tipo de Gobierno que ejercían. Una autocrítica valedera que merecemos los periodistas es no haber investigado en detalles en 2003 cómo se habían comportado los integrantes de este matrimonio-binomio político en Santa Cruz, sus debilidades o sus grandezas.
A decir verdad, las grandezas no aparecían. Sí, en cambio, sus lados cuestionables: un constante abuso de poder, un manejo arbitrario de los dineros del Estado provincial, decisiones caprichosas, trampas y otras barbaridades. Todo ello fue descrito pormenorizadamente por investigaciones periodísticas que comenzaron a aparecer después de 2006 o poco antes. Pero en el 2003, cuando era necesaria una iluminación acerca de quiénes eran los que tomarían el rol de jefes de Estado, los periodistas no lo hicimos. Algunos de los colegas quedaron encantados por las primeras decisiones de ese matrimonio: la reivindicación del tema de los derechos humanos, por ejemplo, tema al cual nunca antes los Kirchner habían puesto atención. Con el tiempo se percibió la utilización espúmea de ese tema tan sensible después de tanto tiempo. Ya en el 2005 todo aparecía más claro respecto a los detalles políticos de los Kirchner.
Las organizaciones de derechos humanos fueron captadas como socias, como coparticipantes del Gobierno, como militantes, desnaturalizando entonces sus objetivos. Y se idealizó a los años setenta y a los guerrilleros se los consideró héroes. Se los juzgó como buenos muchachos que estaban dispuestos a tomar el poder para terminar con las injusticias, aunque en los hechos habían demostrado ser categóricos enemigos de la democracia, enemigos de las instituciones, que robaron, secuestraron, mataron a policías, pusieron bombas, se atribuyeron la condición de jueces y de consagrar la vindicta pública.
Después se les concedieron a los Kirchner manejos mágicos para mejorar la crisis económica, cuando en los hechos en el 2003, antes de que habitaran la Casa Rosada, Roberto Lavagna había dado una formidable vuelta de timón junto con el ahorro de las pequeñas y medianas empresas, que ayudaron notablemente, y el apremio por tomar oxígeno de todas las compañías privadas.
En el 2003 Kirchner había prometido todo tipo de reparaciones. Muchas, muchísimas no las plasmó. Quedó debiendo, por ejemplo, la reforma impositiva, que es clave para la marcha de la economía. Dejó todo como estaba, una palpable injusticia, una estructura regresiva. Directamente, cuando empezaron los problemas. Kirchner ordenó, en enero de 2007, intervenir el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), en una acción de matones, para evitar que se dieran cifras verdades de la productividad y los males de la inflación; dejó además una estructura productiva que no se diferenciaba de la de 1990. Con las mentiras estadísticas se expandió el agnosticismo en los sectores de la política y del mundo empresario. Nadie podía perfeccionar un proyecto de inversión sin saber dónde estaba parado y qué podría suceder en los años por venir.
Fue en el 2008, en el enfrentamiento con el campo en torno a la Resolución 125 que los Kirchner comenzaron a enfurecerse contra todo signo de madurez y crítica a la decisión oficial. Por primera vez Kirchner utilizó los términos “grupo de tareas” para calificar a los dirigentes rurales, expresión que repitió esta semana Cristina Fernández para calificar a los que investigaron la posible conexión de sector o sectores del Gobierno con el narcotráfico. Utilizar el cargo de grupo de tareas tal vez no llame mucho la atención a la juventud nacida después de la dictadura militar. Se trataba de los grupos de choque que secuestraban y mataban sin miramientos tanto a perejiles como a militantes. La publicidad en el exterior ayudó a crear el fantasma de los 30.000 desaparecidos. En realidad, las denuncias de desapariciones no llegaron a las 10.000 personas. De todas maneras fue un genocidio por parte de los dueños de las armas poderosas y los tanques. Pero en todos esos años nadie fue inocente. Recién en los últimos tres años aparecieron autocríticas de exguerrilleros que dieron vuelta el pensamiento romántico de la lucha para demostrar que estaban militarizados y dispuestos a todo, sin demasiados escrúpulos.
Después del 2008, y solo con la tregua (más piedad por la viuda que tregua) que dio la muerte de Kirchner, se desató una tormenta cada día más intensa de injurias y persecuciones contra los enemigos del Gobierno. Hubo y sigue habiendo ataques contra la libertad informativa, hubo carpetazos contra periodistas críticos, hubo amenazas graves contra responsables de medios de comunicación, hubo persecuciones personales, agresiones de todo tipo y color. El Gobierno actuó con una impunidad absoluta y se abroqueló en un círculo de adeptos ciegos. Esa impunidad fue creciendo a medida que se abría el telón y aparecían las pruebas de una gigantesca corrupción donde pocos en el Gobierno se salvaban.
A esa impunidad, a ese autoritarismo ciego y vehemente algunos lo calificaron de fascismo. En realidad no fue fascismo en estado puro, porque no hubo aceite de ricino de por medio, ni cárcel, ni muertes para los que pensaban distinto. Pero tuvo rasgos fascistas y consagradamente autoritarios. Igual que los amigos de los Kirchner: los que dominaron Venezuela, Ecuador y en gran medida Bolivia. Por la fidelidad a esas amistades Argentina quedó aislada internacionalmente, ignorada, arrinconada.
Cristina Fernández comenzó a desatar sus odios y sus resentimientos en los últimos dos años. Cada día con mayor tenacidad y sin escrúpulos a través de cualquier medio (la cadena nacional, las millonarias sumas en publicidad, la creación de una estructura comunicacional monumental).
Pero además inició una carrera de declaraciones de un alto nivel de agresión. Consideró que las instituciones representativas de la comunidad judía eran aliadas de los fondos buitre, lanzó improperios de todo tipo, irresponsablemente, porque dio pie para que se gestara una campaña antisemita de envergadura. Sin límite alguno se olvidó de todo principio republicano: agredió a la Justicia, a dirigentes políticos, a periodistas, a todo aquel que osara criticarla. Y frente a los micrófonos llegó a decir barbaridades.
Una de las últimas, en una empresa de origen germano, fue decir que Hitler llegó al poder porque los aliados de la Primera Guerra presionaron a Alemania con indemnizaciones desbordadas. Y así le hicieron perder la dignidad. La Presidente conoce un costado parcial de la historia del siglo XX. Adolf Hitler fue un emergente del resentimiento del nacionalismo alemán que no pudo digerir su derrota en los campos de batalla, mientras su pueblo pasaba hambre a raudales. Fue Alemania quien inició la guerra, envidiando a Inglaterra y sus colonias y a Rusia por su increíble e inmenso territorio. La capitulación ante sus enemigos empujó a los militares torpes a condenar a aquellos que habían negociado la paz, algunos de origen judío. Todo lo cual motorizó como nunca una constante ola de antisemitismo que se sumó a una depresión económica profunda y a una inflación pocas veces vista. La República de Weimar, que emergió en 1918, en medio de la depresión general y de nuevos y revolucionarias cambios, mostró que se podía gobernar en democracia, aun en medio de matanzas. Los exmilitares y civiles con dinero exaltaron a Hitler, lo convirtieron en caudillo y mataron a todo izquierdista que asomara su rostro cuando volvieron del frente de la Primera Guerra. Más por miedo al comunismo que ya estaba desarrollado tras la toma del Palacio de Invierno en 1917 que otra cosa.
Hitler no llega a la cumbre porque se había atacado la dignidad de Alemania sino porque la socialdemocracia que gobernaba Weimar fue acosada por todos los costados. La ahogaron y no supo defenderse El antisemitismo exacerbado hasta el delirio venía gestándose desde la primera mitad del siglo XIX. En 1932 los comunistas se unían a los nazis para declarar las huelgas ante los rebrotes inflacionarios que tomaron mayor dimensión con el poderoso crack mundial financiero de 1929. Hitler, que fue votado en 1933, fue un emergente, no una necesidad. También votaron los comunistas ese año y sacaron 13 millones de adeptos. Qué se hizo de ellos es un interrogante todavía sin respuesta.
Hitler es un fenómeno histórico complejo y la trama de su crecimiento aporta muchas dudas. Pero no llegó por una sola causa a convertirse en un mutilador de toda una generación: porque sus actitudes imperiales provocaron en la Segunda Guerra Mundial 50 millones de muertos y millones de desaparecidos.
La presidente Fernández no habla porque sepa historia, sino porque inserta episodios, anécdotas, sin seriedad en sus discursos.
Se han leído muchos artículos en los últimos días sobre que ya cesa el cristinismo en su existencia. No creo demasiado en esta aseveración. Tengo mis dudas. Lo que sí intuyo es que ella y todo el grupo que la acompaña harán daño y continuarán buscando víctimas hasta el último día de gestión, hasta el último minuto del próximo mes de diciembre.