Por: Daniel Muchnik
En 1995 Carlos Saúl Menem fue reelecto como presidente de la nación. Desde que llegó al poder, fue corrido con las denuncias de corrupción, favoritismo y mal desempeño de algunos funcionarios. Todavía hoy pesan sobre él juicios pendientes en los que, ya anciano y enfermo, tiene que rendir cuentas, aunque de sus gabinetes pocos enfrentaron castigos tribunalicios. Quedó en claro entonces que las acusaciones bien fundadas no importaban. Lo trascendente era el buen vivir, el consumo, la ficción de la convertibilidad, ese sueño idílico del un peso igual a un dólar que dio chances para viajar, comprar y soñar, pero sin sustentación en la realidad.
Los empresarios habían ganado mucho con las privatizaciones. El campo se estaba tecnificando. No se podía explicar que aquello era una ficción, que todo dependía de la entrada de dólares y, si llegaban a faltar, la convertibilidad se caía, se rompía a pedazos.
Un grupo pequeño de economistas y algún que otro periodista señalaban el peligro que se avecinaba. Esas sombras atemorizantes aparecieron con el tequilazo mexicano en 1995 y el retiro de inversiones en toda América Latina, incluyendo a la Argentina. Los dólares se esfumaron y la convertibilidad comenzó a pisar terreno resbaladizo, con aceleración.
La sociedad no escuchó ni leyó, ni se interesó. Siguió abrazada al ensueño del 1 por 1. Todo derivó en atraso del tipo de cambio, despidos, alto desempleo, dificultades económicas de muy distinto tenor. La Alianza arribó a la Casa Rosada en 1999 prometiendo continuar con la convertibilidad. ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿En qué condiciones? No fue explicado. Pero hubo intensos debates internos. Rodolfo Terragno, jefe del gabinete, era un crítico del sistema económico vigente. La mayoría de sus colegas, en cambio, lo defendían, muchos por conveniencia política, para conservar los votos ganados. Eduardo Duhalde había perdido la elección porque jugó con la verdad: La convertibilidad, decía, ya no podía continuar ante el cuadro de crisis. A eso se sumó que Menem, por celos o envidia, o intereses, bombardeó la propuesta de Duhalde.
En el 2003 Menem volvió a postularse a la Presidencia. Obtuvo cuatro millones y medio de votos. Una montaña. Pero, como regía el ballotage, tiró la toalla y dejó que Néstor Kirchner, que representaba a la minoría, asumiera. Sin ballotage hubiera sido presidente por tercera vez.
Quedó demostrado en todos esos años que las ideologías y los principios elementales ya no pesaban en la decisión del electorado. Para muchos fueron las crisis reiteradas, más los residuos psicológicos de la dictadura militar, más la acumulación de frustraciones, un solo proceso que llevó a la sociedad a votar por conveniencias de bolsillo, o para evitar cambios demasiado bruscos. Otros analistas consideran que ese proceso de evaporación de las ideologías o de las lealtades partidarias no es solo local. Está presente en el mundo.
Mucho antes de la reciente elección de las PASO se sabía que un 35 % de la sociedad consideraba que la gestión de Cristina Fernández era buena y concretaba cosas de gran interés popular: los subsidios sociales sin miramientos, por ejemplo, o el Fútbol para Todos. Todas las denuncias sobre autoritarismo, falta de respeto institucional, ataque a los medios de comunicación, enfrentamiento a otros poderes y en especial el Judicial, arrogancia, prepotencias de todo tipo, no convencían a los que se abrazaban a la sonrisa presidencial y sus acciones, y hasta a su forma de ser. Y consagraron al que ella había nombrado su sucesor, Daniel Scioli, pese a los desplantes y los malos tratos a que lo sometió por larguísimo tiempo.
Scioli también sumó acciones que tuvieron eco social, aunque no pudo superar la inseguridad, la complicidad de varias fuerzas policiales con la delincuencia, la presencia apabullante del narcotráfico que continuará en vertiginoso crecimiento, siguiendo -hay datos que lo confirman- el ejemplo mexicano.
Otro tema posterior demuestra ciertas torpezas intempestivas de Scioli. Viajó a Italia en medio de inundaciones pavorosas en la provincia. Las primeras versiones señalaban que se tomaría un tiempo de descanso tras la fatiga que dejan las elecciones. Después se dijo que en realidad el traslado fue para visitar a los especialistas para perfeccionar la prótesis que lo acompaña y que reemplaza al brazo perdido en el accidente náutico. Vaya a saber.
Tampoco importaron los señalamientos periodísticos sobre Aníbal Fernández, que tuvieron repercusión internacional. Fernández era marcado como titular de una organización dedicada al narcotráfico. A sus votantes las acusaciones no los hicieron cambiar de opinión. Creen en él. O bien lo vivieron como un freno a los partidos de la oposición.
Esta apatía ideológica tiene que ver, también, con la fragmentación en la sociedad, con la falta de coherencia de muchos dirigentes políticos, con los dirigentes, en general, porque todos tenían el mismo discurso ante el futuro que se aproxima aceleradamente. Si todos dicen lo mismo, cunde aún más la falta de fe en los partidos como tal. El peronismo, el radicalismo, la centro-izquierda y las izquierdas no están ofreciendo esperanza ni regalan nada. No se vota con la cabeza. Se vota con las identificaciones, con los afectos o la simpatía que establecen con los que les dan, sin importar las consecuencias. Por lo menos a mí este proceso me provoca desazón. A otros, que son numerosos, no tanto. Dale que va.