Por: Daniel Muchnik
El Parlamento Nacional no es ningún ejemplo de cordura, de sentido común ni de amplitud de criterio. La violencia de afuera, la del abismo o la grieta de la sociedad, como se quiera llamar, ingresó por las puertas grandes del recinto y trajo enfrentamientos de intenso ardor polémico. Algunos más intensos que otros, más recordables, que quedarán para la historia, si es que alguien está llevando la crónica del pasado de la incontención verbal en ese ámbito en los últimos años. Que pone en peligro la dignidad de ese centro, tan importante como cualquier otro en la histórica división de poderes.
Ese Parlamento ha presenciado de todo. Incuso aquello que parecía imposible. Como aprobar en pocas horas una montaña de proyectos de ley, sabiendo que ningún legislador pudo haber estudiado seriamente los textos como lo exige la seriedad institucional. O respaldar proyectos que pedía sin tapujos el Poder Ejecutivo, cumpliendo con el principio tan mayoritario en el peronismo, que se hace sin chistar con lo que quiere el Jefe o la Jefa, habitantes de la Casa Rosada. No hablemos de diálogos civilizados entre adversarios políticos. No hablemos de actitudes que no son más que hipócritas. No hablemos de las bandas de aplaudidores, extraños al ámbito, invitados por el oficialismo a los pisos altos que insultan a gusto y placer a los opositores, sin que intervengan las autoridades.
La historia del Parlamento, desde que se creó institucionalmente la patria, con sus Códigos, con la participación de grandes figuras, después de 1860, plantea la excelencia de los oradores, el tono con el que se polemizaba en temas económicos decisivos o políticos de alto vuelo. Y por sobre todo en momentos críticos como el crash y el siguiente default de 1890, el arreglo financiero con el exterior, la cobertura de las deudas del país que se arrastraron 15 años, las diferencias acerca del proteccionismo o el libre cambio, los criterios sobre la calidad y la cantidad de inmigrantes que ingresaban al territorio nacional, el clima de los años treinta, cuando Lisandro de la Torre puso en evidencia los negociados y las transgresiones de los frigoríficos ingleses con la complicidad del gran parte del funcionariado, el debate acerca de la libertad contra el autoritarismo en los tiempos de los dos primeros peronismos. Los famosos alegatos y las réplicas, tan respetados unos y otras.
Con las décadas, igual que con el resto de la vida en la república, el Parlamento fue dinamitado en su cometido y en su jerarquía. Se denigró. Perdió el respeto de la sociedad.
Los legisladores lo saben (salvo aquellos que niegan la realidad), pero tampoco hacen mucho para revertirlo.
Un caso patético y reciente lo protagonizó Beatriz Rojkés, esposa del tres veces gobernador de Tucumán José Alperovich, una mujer que agrada y es amiga de la Presidente y que ocupó cargos expectantes de alto vuelo en el Parlamento Nacional. Dueña de una violencia incontenible, a pocos días de las acusaciones de fraude y del atropello policial tras las elecciones del último domingo, se enfrentó con su contrincante comprovinciana, radical, Silvia Elías.
Como se sabe, el matrimonio Rojkés-Alperovich gusta de viajar por el mundo y mostrar sin tapujos fotografías de los sitios que visitan y ha quedado como leyenda el caso de las inundaciones arrasadoras. Un hombre reclamó más ayuda, más intervención estatal. La señora Rojkés se sintió aludida, insultó al hombre que intervino y le señaló que ella vive en mansiones. Un diálogo registrado por las cámaras. Un papelón para el oficialismo, que debía conseguir votos.
Ante los cuestionamientos de Elías por todos los sucesos de días antes y de las repercusiones, la señora Rojkés utilizó el Parlamento para denostar a Elías. Pero no lo hizo con argumentos bien fundamentados y de calidad política. No. Se valió de un lenguaje de conventillo de comienzos del siglo XX, con connotaciones arrabaleras. Y lo hizo comportándose como una dueña del lugar y faltándoles el respeto a los que no son oficialistas.
Al comienzo de su turno como oradora, la señora Rojkés señaló que los perdedores no tienen “la grandeza de reconocer que han perdido”. Agregó: “No son gente de bien”. De allí en más, Rojkés subió el tono con gran nerviosismo y dirigiéndose a la radical Elías le espetó: “Esta mujer que se tira de virgen y se disfraza por ahí. También voy a hablar de violencia contra la mujer, de la cual ella es víctima. A pesar de todo el maltrato que usted ha sufrido y que le encanta, porque la violencia se da de a dos y que usted la practica, como en un matrimonio de violentos y golpeados”.
Por suerte, el jefe de la bancada cristinista, Miguel Pichetto, clausuró definitivamente algo que nunca fue un debate ni un esclarecimiento y envió a comisión el texto que había redactado la oposición.
De política no se habló. Vergonzosamente se chismorrearon sorprendentes intimidades. Eso no justifica el sueldo de legislador, de ninguna manera. El de Rojkés fue un discurso de una mujer alterada, que no sabe ni nunca aprendió a intercambiar opiniones con alguien que piensa distinto o tiene distintos ideales. Sin duda, la señora Rojkés no pude ocultar una formación política autoritaria. Una participación que supo desfilar por distintos partidos hasta recalar en el peronismo feudal, donde nadie puede discutirle. Y que ahora sirve como botón de muestra de un Parlamento que está aceptando su propia caída en la consideración pública.