Por: Daniel Muchnik
Haber concedido un premio Nobel de Economía a un especialista de la Universidad de Princeton, en los Estados Unidos, lleno de inquietudes acerca de la pobreza y la desigualdad, tuvo un objetivo muy claro. En primer lugar, el hombre: se trata de Angus Stewart Deaton, escocés, de 70 años de edad, con nacionalidad inglesa y norteamericana. El galardón le fue entregado por sus análisis del consumo, la pobreza y el bienestar.
Muchos creían desde hace meses que el merecedor del premio sería Thomas Piketty, autor de El Capital y otras obras relacionadas con la desigualdad en el mundo. Apostaron mal. En la Academia Sueca pensaban distinto.
En segundo término: la preocupación de la Academia por el tema. Suecia viene sufriendo virajes importantes en su estructura social; ha aumentado la violencia, tanto los índices de desamparo como de crímenes se elevaron, en un país que fuera paradigma del Estado de bienestar hasta 1980 y que hizo de la neutralidad su bandera de Gobierno. Hay crisis seria en Suecia que mostró sus dientes con la oposición del poder político a la entrada de los refugiados de Siria y Afganistán.
Es una contradicción con el pasado o los tiempos han cambiado radicalmente. El pasado no muy lejano demuestra que Suecia acogió a los exiliados políticos del mundo. Recibió, por ejemplo, con los brazos abiertos a los que escaparon de la represión de Augusto Pinochet tras el golpe de Estado y el suicidio de Salvador Allende. También lo hizo con otros perseguidos de otros rincones del mundo y con los argentinos que buscaron protección en la década del setenta.
En tercer término, el premio se lo ofrecen a un investigador en unos Estados Unidos castigados ahora con fuerza por la desigualdad creciente, que refleja que la nación de las grandes oportunidades tiene grietas por distintos costados.
Las encuestas recogen la opinión de los padres y abuelos de adolescentes que advierten que sus hijos no gozarán del estilo de vida que ellos disfrutaron en la década del cincuenta y del sesenta y del setenta del siglo pasado.
Deaton no se conforma con los indicadores actuales de la crisis en distintas sociedades. Para medir la pobreza, por ejemplo, considera que tiene que tomarse en cuenta el tipo de educación que reciben los jóvenes, la salud que poseen y el sistema, en general, de la atención médica. Uno de los ejemplos que exhibe es la India, una nación que viene creciendo sostenidamente, pero donde los servicios vinculados a la educación y la salud son pésimos. Es un valioso punto de vista. En otro costado de la realidad, Finlandia, en el Báltico, sería un país modelo. Crece, no con ritmo vertiginoso, pero sin ceder y su estructura educativa y de salud son excepcionales.
Las últimas estadísticas acerca de la desigualdad muestran un panorama serio. Sólo el 1% de la población mundial tiene igual o más riqueza que todo el resto del mundo. En numerosos sectores de la economía, pero especialmente en el financiero, se sabe que los jefes cobran hasta 170 veces más que un empleado, cuando hace 30 y 40 años esa diferencia era de 20% , 25% y excepcionalmente del 30% más que los que estaban abajo en las estructuras empresarias. La crisis financiera tipo hecatombe de 2007 y 2008, todavía sin superar, exhibió estas evidencias estadísticas que generaron resentimiento en las poblaciones.
Creo que Deaton no amplía otros factores que aceleran la pobreza. Tendrían que corregirme o decirlo los discípulos argentinos de este eminente profesor. La corrupción, como es el caso de la Argentina, es un acelerador de pobreza, lo mismo que la dejadez de los Gobiernos en paliar las diferencias sociales. Sin contar otra situaciones. Una mala gestión de Gobierno que reparte subsidios a granel no atempera los indicadores de los carenciados, pese al crecimiento económico entre 2003 y 2008. Y se traduce en cifras muy concretas. El Observatorio de la Deuda Social, dependiente de la Universidad Católica, en medio del silencio del Estado ha detectado una pobreza que se acerca al 30% de la población total. Todo un desastre.